El gobierno federal presentó ayer su propuesta de reforma electoral con la que se busca “afianzar la vida democrática del país”. La amplia iniciativa incluye la modificación de 18 artículos constitucionales y la inclusión de siete transitorios, y entre sus contenidos de mayor calado se cuentan la sustitución del Instituto Nacional Electoral (INE) por el Instituto Nacional de Elecciones y Consultas, la desaparición de las 200 diputaciones plurinominales, de los senadores de lista, de los organismos públicos locales electorales y los tribunales estatales electorales, la reducción del número de integrantes de congresos locales y regidurías, además del establecimiento de la votación popular como mecanismo de elección de los consejeros del órgano comicial y de los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF). Otro cambio trascendental sería el fin del financiamiento público a las actividades ordinarias de los partidos, a los cuales sólo se entregaría presupuesto para afrontar los comicios.
Como se indica desde el nombre del nuevo órgano propuesto para organizar las elecciones, la primera intención de la reforma es impulsar una democracia real, directa, participativa y, en consonancia con las lógicas de la Cuarta Transformación, libre de los intermediarios entre soberanía popular y conformación del poder político que caracterizaron a la gobernanza neoliberal y nunca cumplieron con su tarea de garantizar imparcialidad, certeza y legalidad. En efecto, hasta ahora la composición de los órganos electorales ha dependido de componendas alcanzadas por los partidos mediante negociaciones opacas, antidemocráticas y conducidas con el propósito de instrumentar al INE (antes Instituto Federal Electoral) y el TEPJF como cómplices para convalidar fraudes como el de 2006 y operaciones de compra abierta del voto como la ejecutada por el PRI en 2012. Tales fueron las consecuencias de poner la organización y calificación de los comicios en manos de personajes en deuda con quienes los auparon a puestos desde los que han disfrutado de canonjías sin cuento.
La segunda finalidad de la iniciativa es separar el poder económico del político. En este sentido, no escapa a los ciudadanos que la inyección prácticamente ilimitada de dinero a los partidos ha despolitizado los procesos de elección –es decir, los ha despojado de su naturaleza de espacios para dirimir proyectos alternativos para conducir los asuntos públicos– y los ha convertido en grandes negocios, hasta el punto en que se conforman partidos sin respaldo social ni ideología definida, con el propósito único de medrar con el presupuesto y las posiciones de poder. Esta confusión deliberada de la arena política con un mercado ha dado pie a la conformación de una élite pa-rásita que incluye a consejeros, asesores, firmas de consultoría y de imagen pública, agencias de publicidad y mercadotecnia, empresas de demoscopia, bufetes de abogados especializados en derecho electoral y demás giros que viven directa o indirectamente de las arcas públicas.
Poner fin a este sistema de simulación, especulación y tráfico de influencias puede verse como un acto de congruencia por parte de un gobierno surgido precisamente de un movimiento popular de repudio al régimen neoliberal oligárquico, y empeñado con la transformación de unas reglas de juego diseñadas para perpetuar un modelo que hoy por hoy ha perdido cualquier cariz de legitimidad. Como era previsible, la clase política que se vio desplazada tras el colapso de ese régimen reaccionó con manifestaciones destempladas al intento de empoderar a la ciudadanía y reducir el ámbito de la discrecionalidad y los acuerdos cupulares. La apasionada adhesión de la derecha política a la dirigencia del INE puso al descubierto, por enésima vez, el tipo de relaciones generadas por tales arreglos y la ausencia de un árbitro mínimamente objetivo y creíble.
Cabe esperar que, cuando la iniciativa sea enviada al Congreso para su discusión, los representantes populares sean leales al mandato de las urnas; sean capaces de responder a los anhelos de instalar una verdadera democracia; perciban el descrédito, cuando no repudio, de la sociedad a la clase política en su conformación actual, y no dejen que los poderes fácticos se impongan al bien común, como acaba de ocurrir con el rechazo a la reforma en materia eléctrica. Ello no implica que la propuesta sea perfecta ni que deba tramitarse sin mayor análisis: es comprensible y deseable que, en el transcurso de los debates, el texto preparado por el Ejecutivo se perfeccione y profundice a fin de crear el mejor modelo democrático posible.