Elon Musk ha comprado Twitter por 44 mil millones de dólares. Se trata de una operación financiera en el ámbito de la industria tecnológica y sólo hacen sombra la fusión de EMC Corp y Dell, y la absorción de Activisión/Blizzard/King por parte de la división de videojuegos de Microsoft (Xbox).
Según el comunicado de prensa en el que Musk anuncia la adquisición de la red social, se compromete a “autenticar a todos los humanos”, lo que ha sido interpretado por muchos como una declaración de guerra contra los bots, mientras otros especulan con la posibilidad de que desaparezca el control a los contenidos violentos y racistas, más el regreso de Trump a la red de la que fue expulsado. En lo que casi nadie se detiene es a meditar cuál puede ser el interés que tiene el hombre más rico del mundo en la identidad de los usuarios y el tráfico de la red social.
Twitter tiene más de 500 millones de usuarios, una cuarta parte de la población de Facebook, pero a diferencia de ésta y otras plataformas que han aplicado políticas de “nombre real”, la comunidad de microblogging ha permitido que las personas usen seudónimos o permanezcan en el anonimato. Esto podría cambiar definitivamente con Musk. ¿Por qué? Los que tienen cuentas verificadas en Twitter saben que esto requiere el acceso a datos personales sensibles –incluyendo la copia del pasaporte o el DNI–, y si hay algo que da dinero en la era del capitalismo salvaje es la información sensible que tienen las empresas sobre miles de millones de ciudadanos.
Cédric Durand llamó tecnofeudalismo a este fenómeno, en el que convergen los grandes monopolios, la dependencia de los sujetos a las plataformas tecnológicas y la confusión de la distinción entre lo económico y lo político. Estas mutaciones han transformado los procesos sociales y le han dado una nueva actualidad al feudalismo: somos los vasallos de unos señores feudales que capitalizan nuestro tiempo, nuestros gustos y nuestras emociones, con ganancias inimaginables para los pulpos del petróleo de hace menos de una década.
Todo el mundo está en Facebook o Instagram, Twitter o Tiktok. Si va a comprar algo, seguramente termina en Amazon. Esto, que puede no parecer pernicioso por sí mismo, alcanza un volumen crítico cuando la capitalización bursátil de un servicio supera el producto interno bruto (PIB) de conglomerados de países. Se trata de un poder supraestatal que ninguna institución pública y democrática controla: en 2021, el valor de Apple en la bolsa superaba la suma del PIB de 34 países africanos; en 2000, 84 familias concentraban 80 por ciento de los medios de comunicación en el mundo; hoy ese poder mediático está en manos de seis empresas, incluida la de Musk, Tesla, que se acaba de tragar a Twitter.
Gracias a nuestro trabajo invisibilizado y gratuito –se estima que de media pasamos tres horas y 15 minutos al día conectados a Internet– las aplicaciones y plataformas son más eficientes estudiando y modelando las conductas de los usuarios y, a la par, rentabilizan toda huella que dejamos en la red. Estamos atados a la gleba digital, y en este nuevo orden económico emergente los capitales abandonan la producción para concentrarse en la depredación. Dicho de otro modo, una férrea organización social y política, el tecnofeudalismo, está basado en el señorío de unos pocos sobre la servidumbre de la mayoría, nosotros.
No es una teoría conspiranoica. El concepto de tecnofeudalismo nació en los laboratorios políticos y las universidades y hay océanos de información y perspectivas científicas al respecto, pero Elon Musk ha llevado esta realidad a otro nivel al situarse en el límite entre lo verosímil y lo inverosímil, como suele hacer la ciencia ficción, con sus automóviles electrónicos, sus proyectos de colonización marciana, su Internet satelital que embasura el espacio y su jaula tuitera.
Con Twitter, Musk se acaba de meter en el cuerpo a cuerpo de los ejércitos que combinan las capacidades de manipulación de información y desinformación, la cibernética y la sicología, la ingeniería social y la biotecnología. Es la guerra cognitiva, cuya capacidad para explotar las vulnerabilidades del cerebro humano estamos viendo en todo su esplendor en Ucrania. Es ciencia, sin ficción y sin ética. Carlomagno y Cruzadas 4.0.