El feminicidio de Debanhi Escobar nos deja, una vez más, perplejos. Atónitos ante una sociedad que es medianamente consciente (muchas más mujeres que hombres, así como una sociedad más consciente que la clase política) de la violencia estructural que ha permeado por años en contra de las mujeres. La violencia feminicida es la forma más extrema de violencia de género que se comete día tras día en nuestro país. México, desde hace décadas, se encuentra entre los países en América Latina con mayor índice de muertes violentas de mujeres. Ha sido condenado por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en cuatro ocasiones por violencia y discriminación contra la mujer, siendo el Estado que tiene más condenas ante dicho tribunal en estos temas.
Una de dichas condenas se refiere precisamente al feminicidio. En 2009, México fue condenado en el caso conocido como “Campo Algodonero” por la falta de prevención y debida diligencia en la investigación de la muerte de las jóvenes Claudia Ivette González, Esmeralda Herrera Monreal y Laura Berenice Ramos Monárrez, cuyos cuerpos fueron encontrados en 2001 en un campo algodonero de Ciudad Juárez, Chihuahua. La Corte estableció estándares mínimos para adoptar medidas de protección: 1. El conocimiento por parte de las autoridades estatales de una situación de riesgo real e inmediato; 2. Para un individuo o grupo de individuos determinado, y 3. La existencia de posibilidades razonables de prevenir o evitar ese riesgo. Así, en el caso concreto, señaló que la responsabilidad de las autoridades estatales por violar su deber de investigar con “debida diligencia” frente a las denuncias de desaparición de las víctimas, con base en que dichas autoridades, “dado el contexto del caso”, o sea, uno de discriminación histórica y estructural hacia un grupo en condición de vulnerabilidad, tenían conocimiento de que existía “un riesgo real e inmediato de que las víctimas fueran agredidas sexualmente, sometidas a vejámenes y asesinadas. De igual manera, en opinión de la Corte el deber de investigar efectivamente las violaciones de los derechos humanos tiene alcances adicionales cuando se trata de una mujer que sufre una muerte, maltrato o lesión a su libertad personal en el marco de un contexto generalizado de violencia de género.
La Corte fue clarificadora respecto a la impunidad que envolvió al caso, situación que desafortunadamente hoy en día prevalece en los sistemas de procuración y administración de justicia en nuestra nación. La mayoría de estos casos que llegan a conocimiento del Ministerio Público no se judicializan, mucho menos se culmina con una sentencia condenatoria o se satisface la reparación de daño; tan solo el Índice Global de Impunidad de 2020 manifiesta que el país mantiene un nivel de impunidad de 95.65 por ciento en su sistema de justicia. Y ya no hablemos del número de casos que no son denunciados; cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) permiten estimar que, a escala nacional, la cifra negra aumentó 93.3 por ciento para 2020.
La incidencia delictiva en los casos de feminicidios está lejos de detenerse, cuya tendencia en el fuero común va al alza. Tan solo una muestra, en 2018, último de año del ex presidente Enrique Peña Nieto, según datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, se registraron 947 casos en toda la nación; en 2020, fueron 948. En 2021, se reportaron 977 casos de posible feminicidio, siendo mayo y agosto, los meses con mayor incidencia, con 105 y 109, respectivamente. En el primer trimestre de 2022, se registraron 229 casos. En este mismo periodo, se pueden observar cinco entidades que reportan el mayor número de los casos que, en orden alfabético, son: Ciudad de México, Jalisco, estado de México, Nuevo León y Veracruz.
Es el estado de México, la entidad federativa que, de manera alarmante, ocupa el primer lugar en reportes de feminicidios en la República, pues tan sólo en 2020, se registró un total de 150 casos. Cabe mencionar que los delitos sexuales y de violencia contra las mujeres se incrementaron durante la pandemia de covid-19 y, por otro lado, habría que considerar que durante el sexenio de Peña Nieto no se registraban todos los casos de feminicidios como tales, puesto que se pretendía maquillar las cifras, algo a lo que la ex secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, siempre se opuso en la actual administración.
Ante indicadores tan claros, junto con los precedentes que tiene el Estado mexicano en el sistema interamericano de derechos humanos respecto a su insuficiente actuación para combatir la violencia de género, así como la difusión por medios de comunicación de posibles casos de feminicidio que generan frustración e impotencia entre la población, de la nación no se puede permanecer ajeno por más tiempo.
Vale la pena recordar que en 2015, la primera sala de la Suprema Corte de Justicia mexicana emitió la primera sentencia relacionada con el fenómeno de feminicidio, referente a la investigación de la muerte violenta de Mariana Lima Buendía a manos de su pareja, la cual establece la obligatoriedad de investigar y juzgar con perspectiva de género, así como de reparar a las víctimas de violaciones de derechos humanos. Aunado a ello, soy de la opinión, de la vital importancia de la coordinación entre los tres órdenes de gobierno, dado que no se trata de casos aislados, sino precisamente de un fenómeno delictivo en presencia en todo el territorio nacional, así como la implementación de una plataforma única de información sobre casos de feminicidios.
Por otro lado, considero que no debe existir la fragmentariedad de las investigaciones en esta clase de delitos, sino que éstas deben concentrarse en fiscalías especializadas, integradas con ministerios públicos y policías que deben estar especializados en el tema de perspectiva de género.
La CIDH ha sancionado al Estado mexicano en los casos de “Campo Algodonero”, Fernández Ortega, Rosendo Cantú y en el caso de mujeres víctimas de violencia sexual en Atenco, precisamente porque el modelo de procuración de justicia implementado hasta este momento en materia de derechos de las mujeres y acceso a la justicia ha sido insuficiente y es un caldo de cultivo para la impunidad en aquellas zonas de la República donde existe mayor índice de violencia. Asimismo, la tolerancia social e institucional, los obstáculos para acceder a servicios de salud y de educación oportunos y de calidad, entre otros factores, contribuyen a que todas estas formas de violencia contra las mujeres ocurran y se perpetúen. Hoy más que nunca la urgente instrumentación de políticas públicas a favor de una vida libre de violencia de género en nuestro país, debe ser estar ajeno a intereses partidistas, al mismo tiempo que la ciudadanía debe exigir agendas de género en los proyectos políticos de sus próximos representantes. Sólo una sociedad consciente de sus derechos puede exigir el alto a esta problemática social que no únicamente amenaza a las víctimas directas e indirectas de la violencia, sino que impacta en la estabilidad de la propia sociedad. El feminicidio de Debanhi Escobar no debe quedar impune. Pero, sobre todo, no debió pasar.