La prestigiada Universidad Autónoma Metropolitana (unidades Azcapotzalco y Xochimilco) publicó recientemente un libro notable, el Diccionario de protagonistas del mundo católico en México, siglo XX. El título jala a quienes tenemos interés en la historia; es un tema que sorprende, tanto por la institución que patrocina la obra como por quienes hacen la investigación. Hablamos de una universidad moderna, pública y laica que se ha distinguido por un gran respeto tanto a la libertad de cátedra como a la de investigación, con una clara tendencia de avanzada, de “izquierda” (sea eso que ahora signifique) y lo mismo entre estudiantes, que entre directivos y profesores.
Como objeto, el libro atrae por su pulcritud y buena factura; manejable a pesar de tratarse de un volumen grande, con casi 800 páginas, está muy bien impreso y cuidado; la encuadernación en pasta es flexible y fuerte, con un acabado de cartulina plastificada, buen diseño y colorido de excelente gusto.
Pero si la parte externa, el objeto, es importante, pasa a segundo término. Lo verdaderamente destacable es que el equipo editorial, consejo y comité, así como el grupo de investigadores, hicieron un trabajo serio que será fuente de consulta y aportación capital a la cultura y a la historia de nuestro país. La UAM demuestra no sólo ser una “Casa Abierta al Tiempo”, sino también abierta a temas torales, aunque no parezcan “políticamente correctos”. La aportación es a la Historia y va más allá de lugares comunes y verdades convencionales.
Podría suponerse que va a contrapelo de una tradición arraigada de laicismo oficial desconfiado respecto de todo lo que se relacione con la Iglesia católica, actitud que es producto de nuestra complicada historia patria de polarizaciones intermitentes. Los directivos de la UAM, los investigadores y quienes colaboraron en la edición del diccionario tomaron al toro por los cuernos e hicieron un repaso acucioso de católicos calificados como protagonistas en diversas áreas del quehacer nacional.
Las leyes herederas de la Reforma provocaron en los gobiernos del siglo XIX y en no pocos del XX, una especie de esquizofrenia, de actitud contradictoria. La Iglesia no existía para la ley y los gobernantes tenían que ser anticlericales, aun cuando llevaran a sus hijos a bautizar; no podía haber imágenes en las oficinas públicas y las escuelas, pero los políticos tenían que tratar con la jerarquía, porque feligreses y ciudadanos son frecuentemente los mismos. Se simulaba que no se saludaban, pero lo hacían a hurtadillas.
Fue hasta el reconocimiento de la personalidad jurídica de la Iglesia, al inicio del gobierno de Carlos Salinas, como una necesidad para el reconocimiento de su triunfo, que se reformó la Constitución para “oficializar” las relaciones inevitables y disimuladas.
Lo cierto, y este trabajo de la UAM lo acepta sin alarde, es que el México de hoy es producto del encuentro y asimilación recíproca de dos pueblos diferentes pero muy originales ambos, con sus propias y peculiares características cada uno. No obstante, en los dos casos inconfundibles, para cuando se encantaron en el tiempo y en el espacio e iniciaron el proceso histórico de asimilación recíproca, resultó una nueva comunidad producto de las aportaciones de ambas. Sería ilógico e hipócrita negar una u otra.
El PRI, en su época de poder incontrastable, se atribuía la herencia histórica de los insurgentes, los liberales y los revolucionarios, y dejaba los calificativos de realistas, conservadores y reaccionarios a sus enemigos; tal postura era inaceptable pero no muy discutida. Alguna vez, con motivo de un homenaje a Vicente Guerrero en la Cámara de Diputados, rechacé “la historia por decreto”.
Es un error atribuirnos la parte “buena” de la historia como propia y rechazar la parte “mala”. Somos el producto de unos y otros, las diferencias tajantes son discriminatorias e infundadas. Los mexicanos de hoy provenimos de aquellos del pasado, de los “buenos” y los “malos”, de los triunfadores y los derrotados, de los que hacen la historia y de los que la escriben.
Por eso, vale felicitar cordialmente a la UAM, a los coordinadores del diccionario y al nutrido grupo de investigadores que redactaron las 307 fichas biográficas y las interesantes notas finales con datos estadísticos, glosario y relación de colaboradores, todo, con rigor científico y sin prejuicio alguno.
En fin, sólo aclaro tres datos y agradezco la ficha que me correspondió, elaborada por Tania Hernández Vicencio. No estudié en Chiapas, sino en la Escuela Pública “Estado de Chiapas”, de la colonia Álamos en la Ciudad de México. Un autor que influyó en mi formación, y al que aún leo, es Gilbert K. Chesterton. Por último, se omite mi último libro, Humanismo cristiano y capitalismo, publicado por Editorial Porrúa en 2017.