El 22 de abril, el Presidente hizo una defensa estratégica de nuestro país frente al discurso belicista que actualmente difunde el gobierno estadunidense. Estamos por una cultura de paz, afirmó, y no aceptamos que se invada y se viole la soberanía que cada Estado tiene sobre su territorio. En un escenario tan simbólico como es el puerto de Veracruz, y ante el embajador Ken Salazar, el Ejecutivo federal recordó las invasiones que hace 100 años Estados Unidos impulsó y que fueron rechazadas de forma contundente por Venustiano Carranza.
A lo largo de su intervención, López Obrador mostró que, según los datos del Fondo Monetario Internacional (https://www.visualcapitalist.com/cp/biggest-trade-partner-of-each-country-1960-2020/), los espacios de cooperación interregional vienen registrando cambios notables. Si en los años 60, Estados Unidos y Europa concentraban buena parte de los movimientos de intercambio global, hacia 2020 el peso de China se situaba ya a la par de nuestro vecino del norte, dejando en tercer lugar a la Unión Europea. Las enseñanzas son claras: a lo largo del proceso de globalización, las regiones pueden potenciarse si se constituyen relaciones de intercambio que aprovechen las ventajas comparativas e impulsen inversiones que tomen en cuenta su potencial. América Latina podría mejorar su posición en el mercado mundial, pero para ello se requiere que cambien las reglas: lo que está en juego es la reorganización histórico planetaria del patrón de acumulación del capital.
América Latina puede configurar con Estados Unidos una alianza que, con equidad, contribuya a formar un espacio económico en beneficio de los habitantes de la región, lo cual implicaría un reajuste histórico de la forma económica, política, jurídica, cultural y militar con que hemos sido tratados desde hace 200 años. El Presidente abrió una reflexión a la cual es clave se sumen todos los gobiernos del continente: sin excluir a ninguno, ello implica considerar a todas las naciones que han quedado marginadas por la voracidad imperial y los residuos de la guerra fría.
El desarrollo regional en México está marcado por la desigualdad. Donde más pobreza y atraso tenemos es en el sureste del país. Durante muchos años, los economistas de todas las escuelas que existen en México han subrayado ese desequilibrio. Pero, a pesar de la coincidencia de que es indispensable revertir esa historia de desigualdad, muy poco se hizo durante el periodo neoliberal. Todos recordarán los escritos de Santiago Levy y colaboradores sobre El sur también existe. De esos textos nunca surgió una efectiva política de desarrollo regional. Y eso es lo que acaso sea importante subrayar en este momento: el gobierno de AMLO es el primero en décadas en promover inversiones industriales y de infraestructuras orientadas a contribuir a neutralizar la desigualdad regional en México.
Los tres proyectos que impulsa el mandatario (Tren Maya, refinería Dos Bocas y Proyecto del Istmo de Tehuantepec) constituyen un hito en la historia económica de México. A pesar de contar con una gran riqueza, en el pasado el sureste, más que mejorar su situación relativa, vio decaer sus posibilidades de desarrollo. Las razones de ese declive se encuentran, como bien señaló López Obrador, en la corrupción. El caso de la energía eólica es ejemplar: su potencial fue acaparado por algunas empresas extranjeras. En ningún momento se consultó ni se invitó ni se apoyó a sus legítimos e históricos propietarios al desarrollo de empresas colectivas, como existen en Dinamarca. A ellos, sólo migajas se ofreció. El caso de la energía basada en hidrocarburos es similar. Durante años se permitió que las empresas privadas sobrexplotaran los recursos nacionales. Por mandato estadunidense, se alentó la “chatarrización” del complejo petroquímico más importante de toda América Latina. Los habitantes y trabajadores de la región cuestionaron esas prácticas y denunciaron la contaminación química que envenenaba a la población y a sus ecosistemas. Hoy, el desastre sanitario que actualmente se padece en la región es casi inefable. El caso del turismo es también ejemplar. Los mejores paisajes se cedieron a las empresas privadas, muchas de ellas extranjeras, violando programas de ordenamiento ecológico y reglamentos del INAH. El desastre hizo que la región se asemejara a las costas mediterráneas de España: la saturación de instalaciones hoteleras sobre líneas de playa, haciendo que el anterior paraíso se convirtiera en amontonamiento de privilegios y exclusiones.
Bien subrayó el Presidente que abatir la corrupción libera recursos y neutraliza la desigualdad: su gobierno ha conseguido incrementar los presupuestos para apoyar al sureste. No vamos a decir que no se han cometido errores, pero sin duda el mayor acierto es canalizar recursos para que el sur vuelva a crecer. Se pone así el ejemplo: para detener la migración, es preciso abrir empleos en la región. Lo que más se requiere es reconstruir el mercado interno, así como las capacidades industriales nacionales y ampliar los mercados de trabajo, pero también ese objetivo tiene que ser compatible con el cuidado de nuestras riquezas más valiosas: la salud de la población, el patrimonio biocultural, los hidrocarburos, el agua y las fuentes de energía renovables. Si el objetivo geoestratégico es proteger la soberanía nacional, no cabe permitir que la avaricia de empresas trasnacionales se apodere de nuestros valiosos bienes. El desarrollo regional supone fortalecer el desarrollo local y en ello las organizaciones sindicales, las agrupaciones indígenas y campesinas, que llevan años luchando contra los impactos nocivos del capitalismo dependiente, deben jugar un papel fundamental.