¿Qué mujer busca a su hijo durante días y noches como hizo doña Rosario Ibarra de Piedra a partir de 1973? ¿Quién se instala en un cuartito como celda y cubre sus paredes con la foto del desaparecido y a medida que pasa el tiempo con la de otros y vive con ellos mirándolos a todas horas? ¿Quién exige ver al secretario de Gobernación Mario Moya Palencia, quien la mantiene horas en la sala de espera? ¿Quién toma cualquier transporte para llegar a la puerta del campo militar número uno y espera horas enteras a que le franqueen el paso para que, finalmente, le griten que se vaya, que ahí no está su hijo, aunque ella asegure que le dijeron que un muchacho parecido al suyo fue visto muy golpeado, muy golpeado? ¿Quién permanece horas en la entrada de Los Pinos? ¿Quién va a una y a otra marcha a denunciar la infamia de la desaparición? ¿Quién viaja a Estados Unidos a participar en foros de derechos humanos a los que no ha sido invitada y de pronto se levanta, se abre paso y hace oír su voz de madre deshijada? ¿Quién es esta madre-coraje de pequeña estatura que se enfrenta al poder del gobierno mexicano y al Ejército y grita públicamente que se juzgue a su hijo, si hizo algo, pero que no se le desaparezca?
En una tarde de 1977, en la casa de la cerrada del Pedregal 69, Rosario, puso sobre mis rodillas un álbum familiar: en las fotografías, su niño, adolescente y a punto de convertirse en adulto, Jesús Piedra Ibarra, nos miró confiado. Rosario explicó: “Cuando él nació, mi esposo médico y yo compramos nuestro terreno y empezamos a construir nuestra casa”.
Acusado de pertenecer a la Liga 23 de septiembre, desaparecido desde el 18 de abril de 1975, Jesús Piedra Ibarra ocupó todos los segundos, los minutos, las horas, los días y las noches de la vida de doña Rosario.
Frente a mis ojos, Rosario revivió a su hijo a vuelta de hoja, a vuelta de palabras, a vuelta de los años que le toma crecer a un niño que sabe pensar y actuar.
En un momento dado, dejé sola a Rosario, y cuando regresé la encontré llorando: “Rosario, ¿qué pasa?” Había empezado a llover. Me respondió: “Es que pensé que donde quiera que esté, a lo mejor mi hijo se está mojando”.
A partir de ese momento, Rosario Ibarra de Piedra me enseñó a caminar de su mano. Conocí a otras madres que buscaban a sus hijos detenidos por diferentes cuerpos policiacos. “Ayúdenos a encontrarlos”. “Es preciso salvar sus vidas”. “Exijamos que se les presente públicamente”. “Comité Pro-Defensa de Presos, perseguidos, exiliados y desaparecidos políticos”.
“Elena, cuando vino a Monterrey Echeverría, como candidato del PRI, mi hijo y un grupo de sus amigos salieron a gritar a la calle: ‘¡Abajo la farsa electoral!’ La policía los apresó en la plaza Zaragoza y les pegó con unas varillas envueltas en papel periódico, sobre todo en el tórax. Andaba en su tercer año de medicina; desapareció el 18 de abril de 1975. Antes, la policía había cateado la casa; arrancaron de su recámara el retrato del Che Guevara. Les pregunté: ‘¿Por qué no se llevan a Zapata, que también era revolucionario?’ Hurgaron en su bibliotequita; en esos días, Jesús estaba leyendo a Esquilo. Tiraron a Esquilo, a Sófocles, a Shakespeare y todo lo que para ellos era subversivo: Marx, Engels. Se llevaron el diario del Che Guevara. Les dije: ‘¡Deberían llevarse a la cárcel a todas las librerías de México, porque este libro está donde quiera!’ También buscaron entre sus discos. A Chucho le gustaban Vivaldi y Bach, así como Gabino Barreda y su corrido. Jesús, m’ijo, pegó en su pared una fotografía de un soldado estadunidense que ríe, con dos cabezas de vietnamitas en cada mano, una cosa tremenda. La policía también se la llevó como ‘prueba’.
“A raíz de esa noche, mi hijo ya no regresó nunca; la policía robó libros y pasamontañas –nosotros siempre hemos sido caballistas, teníamos siete caballos–, y me pidieron con insistencia 500 M-1. ¿De dónde iba yo a sacarlas?
“Vine a México porque me dijeron que podría estar en el campo militar número uno, porque lo habían visto ahí en septiembre de 1975.
“Vi al licenciado Echeverría, presidente de la República, en 39 ocasiones; me presenté en todas sus apariciones públicas. Le dije: ‘Yo quiero verlo; todas las madres –y hay 800 presos políticos en el país– pedimos ver a nuestros muchachos. No sabemos qué fin se persiga con esa incomunicación. ¿Han quedado lisiados, están muertos, tienen secuelas incurables, los han matado? ¿A qué se debe ese tremendo hermetismo a escala oficial? Júzguelos, que se implante la pena máxima, como en España, pero díganos donde están (...) Aquí andamos de cárcel en cárcel, de antesala en antesala, en un vía crucis interminable y no nos dicen nada.”
El último día de su sexenio hablé con Echeverría nueve veces: “Señor presidente, por favor, antes de irse, quiero saber dónde está mi hijo, ya ni siquiera verlo, sólo saber dónde está. ‘Hable con Ojeda Paullada’. Pedro Ojeda Paullada me dijo: ‘Yo no tengo a su muchacho. Si quiere, vuelva a hablar con el señor presidente’. Volví a hablar con Echeverría y me devolvió a Ojeda Paullada. Unos compañeros lo agarraron del brazo: ‘Señor presidente, el caso de la señora Piedra, por favor’. ‘Hay que hablar con el procurador’. ‘Pero si acabamos de hablar con él y dice que usted...’ ‘Hay que hablar con él’, y Echeverría se fue.
“En la noche acudí a Bellas Artes. Le entregué al Presidente una fotografía de mi hijo con todos los datos por detrás. Acababa yo de hablar con mi esposo por teléfono, se sentía mal y me pidió que por lo menos le sacara a Echeverría la verdad. ‘Dígame por favor si está muerto’, y me respondió: ‘Eso yo no lo sé. Vamos a investigar, a hablar con el procurador’. Siempre me trataron con cortesía, Gutiérrez Barrios me hacía caravanas con su copete engominado, comisionaba a unos y a otros a que les explicara mi caso; conozco a todos los funcionarios públicos de México, a todos. Me vine de Monterrey a México a vivir, alquilé un departamentito en Tlatelolco para poder ir de la Secretaría de la Presidencia al campo militar número uno, de la de Gobernación a la Procuraduría (...) Hasta los acomodadores de coches de Los Pinos me conocían, los porteros de todas las antesalas gubernamentales me saludaban: ‘Usted espérese’. ‘Usted métase’. ‘Sí está; le mintieron, está adentro. Usted espérese, agárrelo a la salida’. La tenacidad de doña Rosario conmovía a todos y se volvieron sus cómplices.
Rosario murió el 16 de abril de 2022 en su casa en Monterrey y le sorprendería que ahora la reconocen quienes antes la rechazaban. Tocó a todas las puertas, visitó todos los reclusorios y su noble y bellísima figura debería grabarse en las antesalas de todas las oficinas de la burocracia mexicana, en las rejas de todos los campos militares, así como frente a la puerta de la Catedral, en cuyo atrio inició, con otras madres de desaparecidos, su primera y gran huelga de hambre.