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La obra de César Vallejo (1892-1938) pertenece a ese pequeño grupo de obras maestras que no dejarán de leerse nunca. El contexto histórico y social en el que el poeta peruano escribió Trilce, uno de sus títulos ahora más conocido, su entorno familiar y la gran proyección de su voz, son los elementos que dan cohesión a este ensayo. Pero, sobre todo, la lectura atenta y entendida de los poemas, desde donde se afirma: “Nadie que los haya leído escapará a que en su corazón perdure la señal de la cruz del sufrimiento y la huella de la fraternidad con los desvalidos del mundo.”.
al poeta peruano Miguel Ángel Zapata
I
Los últimos poemas de Los heraldos negros, “Canciones del hogar”, a excepción de “Espergesia”, podrían haber sido también los primeros de Trilce, llenos de encantadora ingenuidad y de íntima ternura. Vallejo dibuja momentos de la infancia en la casa de Santiago de Chuco. Gracias a ellos sabemos los nombres de tres de los hermanos (Aguedita, Nativa, Miguel), y que Miguel ya ha muerto, y la madre es una figura vigilante y entrañable.
Las vanguardias poéticas europeas habían comenzado en Milán, en febrero de 1909, con los futuristas italianos, encabezados por Filippo Tommaso Marinetti, que exaltaban el vértigo de la acción y el movimiento incesante. A principios de los años diez, concretamente en 1913, año mágico para las vanguardias francesas, aparecieron los libros transgresores de Blaise Cendrars, Valéry Larbaud y Guillaume Apollinaire. ¿Acaso La prosa del Transiberiano, Los poemas de A.O, Barnabooth y Alcoholes –nos preguntamos– no podrían haber sido escritos –parecen escritos– en 2022? El 8 de marzo de 1914, el gran día de Fernando Pessoa, escribe más de treinta poemas, y descubre a su mejor heterónimo, el ingeniero Álvaro de Campos, hijo literario de Whitman y Marinetti, desbordado creyente en el progreso y la modernidad, autor, entre otros, de vertiginosos poemas como “Oda triunfal” y “Oda marítima”.
Asimismo, 1918 fue clave. Se entiende que en América Latina, el primero que se abre a las vanguardias, en ese año, es Vicente Huidobro con Ecuatorial y Poemas árticos, pero ya había en el chileno atisbos de ruptura en su Espejo de agua (1916). Desde muy joven Huidobro buscó lo sorpresivamente nuevo. Huidobro era de familia adinerada y había estado en París y Madrid. Parecía entrar a los cenáculos como Pedro y Juan por su casa. París era el epicentro de los estallidos vanguardistas. Capitaneados por Tristan Tzara, en París emergen los dadaístas. En España surgen los ultraístas,¹ encabezados por Rafael Cansinos Asséns, al que pertenecían Juan Larrea, Pedro Garfias y Guillermo de Torre, y donde anduvo también Borges.
Sin embargo, como cientos o miles, yo me pregunto cómo Vallejo pudo escribir un libro como Trilce en el aislamiento artístico que vivía el Perú, ya en Lima, ya en Trujillo, y desde luego en Santiago de Chuco, más allá de lo que leía de novedades en algunas revistas españolas o argentinas, y cómo este volumen de setenta y siete poemas se convirtió en un libro icono de la vanguardia latinoamericana, un libro que, como pasa en algunas ocasiones, la influencia ahonda con el paso de los años.² Sin duda la huella continua se debió en gran medida a que las experimentaciones vallejianas no se quedaron en meras destrucciones verbales o en arquitecturas vacías sino, como en los casos de Paul Celan, Alejandra Pizarnik y Juan Gelman, lo que uno siente dentro de los versos, en esa musicalidad delgadamente precisa y en esa sintaxis y ortografía quebradas, es la tristeza y el dolor que van hundiéndose en el alma, y uno acaba por concluir que todo eso sólo pudo haberse dicho así. Cierto: hay un puñado de poemas en Trilce que son meros juegos de vocablos sin dirección, flores descoloridas o deshojadas del jardín, pero acompañan sin menoscabo a los otros y no dañan la secuencia ni el conjunto del libro. Con todo o contra todo, en Trilce encontramos la experiencia en la tierra de un hombre que describe corazónmente las pequeñas cosas cotidianas de la casa y de la numerosa familia; la nostalgia sin fondo por la madre muerta, cuya ausencia aflictiva lo seguirá aún en los dos años peruanos que le restan y los catorce años parisienses; la pérdida y el adiós de mujeres (alguna más que otras) que no dejan de dolerle o de llenarlo de culpa; la humillación a causa de la injusticia de haber sido encarcelado… “Es cierto que el dolor en Trilce grita menos que en Los Heraldos Negros, pero desgarra más.”³
II
Como en la poesía del mexicano López Velarde, los hechos sencillos se vuelven en la poesía de Vallejo toques de encanto, como, por ejemplo, cuando visita la casa y toma con la amada “un té lleno de tarde”; o almuerza con ella y se “repite el plato de ayer”; o la ternura que le causa “la tímida marinera” de la muchacha pobre con la que devanea… Hay versos extraños que nos causan una súbita angustia: “Esperáos. ¿Dónde os habéis dejado vosotros/ que no hacéis falta jamás”; u otro que nos produce una sensación de desvalimiento: “Nos cubriremos con el oro de no tener nada.”⁴
El crítico italiano Roberto Paoli señalaba: “Además de la métrica, los postulados vanguardistas se reconocen en la ocultación de la realidad, en la supresión de los títulos, en la eliminación de los nexos lógicos más evidentes, en la reducción de la ornamentación y, en fin, en las novedades tipográficas.”⁵ En todo el orbe verbal de Vallejo encontramos un continuo descuadramiento de la sintaxis, los blancos que se dejan entre palabra y palabra o entre estrofa y estrofa para que hable el silencio, repeticiones rítmicas (era era era era), arbitrarias mayúsculas (se llama Lo mismo, nombre), una astillada ortografía (“qué le vamos a hhazer”, “Vusco volvvver de golpe el golpe”), palabras escritas al revés (odumodneurtse”), unión de vocablos (esotrodía), utilización de números como si fueran palabras (“Ella, siendo 69, dase contra 70; luego escala 71 rebota en 72”), el uso del enclítico (amoniácase, quebróle, murmuróse), expresiones de la lengua que toman una dimensión poética (“Pero hase visto”), juegos de sonidos (el caballo que “orejea a viva oreja”), recreaciones de refranes (“el salto por el ojo de una aguja”), palabras que se confunden con el sonido al que se refiere el significado (sossiegue, grittttos, destieRRa), o incluso oímos el golpeteo rítmico entre las palabras y la columna (la que, por demás, parece una cruz): “dále y dále/ tas/ con/ tas”.
Los neologismos –los vallejismos– se multiplican: todaviiza, insectiles, guardarropía, italice, horizontizante, digitizados, nadamente, ovulandas, lunesesentes, y un largo etcétera.
¿Cuánto no entiende el lector de los poemas? Es difícil decirlo, tal vez dos terceras partes, o entiende lo que quiere o supone entender. Sin embargo, una amplia porción de poemas o versos ininteligibles resultan muy emotivos por el tono en que están escritos y nos dan una emoción triste, lo cual será asimismo frecuente en los que Américo Ferrari llama los poemas de París (Poemas humanos, España aparta de mí este cáliz). El absurdo verbal, admirablemente resuelto, es a menudo, forma y fondo.⁶
Los temas más visibles del libro, ya lo dijimos antes, los representan la casa y familia, las muchachas que ya no serán y la claustrofóbica cárcel, y son, con mucho, los poemas más conmovedores, con una turbadora emoción que cae gota a gota de la herida hasta dejarnos casi sin sangre. Desde luego Dios y la muerte tocan a menudo la puerta en toda la obra.
De 1918 a 1922 son años definitivos para Vallejo y es cuando va escribiendo los poemas de Trilce, más, al parecer, 1920 y 1921. El excepcional vallejista Américo Ferrari, al principio del preámbulo de este libro, aclara magníficamente:
En la vida de Vallejo estos años están marcados por dos ausencias: la de la madre y, ya entrado el año 1919, la de Otilia [Villanueva Gonzáles] que, por lo demás, en algunos poemas parece aglomerarse con otras ausentes, Mirtho y la otra Otilia de Santiago, e incluso quizás con la persona de otra muerta, María Rosa Sandoval, a quien Vallejo ya había aludido en “Los dados eternos”. La madre murió en agosto de 1918, pero es en los años que siguen cuando Vallejo mide en toda su profundidad y en espíritu propio su orfandad, como lo revela a lo largo de Trilce la insistente presencia de la muerta en el hueco de lo pasado: al representarla en los poemas Vallejo representa también todo su terruño, su paisaje andino, su hogar, los juegos de los hermanos (Miguel que ha muerto…), los ritos de las comidas que eran ágape y comunión en el hogar aún intacto; todo ello se revela en la ausencia de la ausencia de la madre; si bien la Otilia limeña es el personaje central de estas evocaciones sentimentales […], el último amor alterna probablemente, como ha recalcado [Juan] Larrea, con el de las otras amadas, o puede que se funda a veces con ellas en una visión que, como en los sueños, confunde en un solo rostro diversos rostros.⁷
No sobraría decir que se trataría por lo regular de muchachas pobres como pobre era él en Perú y pobre fue después en Europa. A Otilia, la limeña, que ya aparece en Los heraldos negros, está dedicado el inolvidable poema vi: “El traje que vestí mañana/ no lo ha lavado mi lavandera;/ lo lavaba en sus venas otilinas,/ en el chorro de su corazón, y hoy no he/ de preguntarme si yo dejaba/ el traje turbio de injusticia.”
Es decir, la injusticia y la culpa que significaban haberla dejado encinta cuando tenía quince años, no querer casarse con ella, y verse Otilia, por las circunstancias, obligada a abortar. En la última línea del poema xlvii vuelve a aludirla: “Acrisis. Tilia, acústica”. El emotivo poema xv en la primera versión se titulaba “Sombras” y empezaba: “En aquel rincón donde dormimos juntos/ tantas noches, Otilia, ahora me he sentado a caminar.” En la redacción final desaparecen título y el nombre de la muchacha.
Sexo y muerte y Dios se unen. El sexo es el “surco más prolífico/ y armonioso que el vientre de la Sombra,/ aunque la Muerte concibe y pare/ de Dios mismo.” La amada, una u otra, llámese María Rosa, Zoila u Otilia, se halla ausente: o está muerta o está lejos o se perdió para siempre.
III
La casa de Santiago de Chuco de la niñez, en la actualidad bellamente remodelada, era amplia: tenía dos patios, cuartos, sala, cocina, comedor, ofertorio. En cuanto al ofertorio debe recordarse que por los lados paterno y materno los abuelos de Vallejo –lo cual explicaría en algo o mucho su profunda religiosidad– eran sacerdotes españoles e indias chimús. En la casa de Santiago –tomemos de los versos de Trilce aquí y allá–, había dos patios, una pequeña hortaliza, caballos, una vaca, un asno, un gallo, las gallinas, el poyo⁸ para sentarse o acostarse, el pozo, los cuartos, los muebles, y en el comedor se acopiaban los alimentos, el café, “la cerveza lírica y nerviosa”, la “deficiente azúcar”, “el pan sin mantequilla”, los cuchillos dolorosos, el tenedor, el vaso… Cosas nimias y sencillas que por la poesía toman una dimensión emotiva. “La majestad de lo mínimo”, diría López Velarde. La Madre Ausente es el gran árbol en poemas colmados de ternura triste. Es la “muerta inmortal”, la Virgen que ilumina la casa y la familia y a él lo ilumina en la cárcel los 112 días que pasó en Trujillo entre las cuatro paredes de una celda, esa madre simultáneamente ignara y sabia a quien le explica enternecidamente en un poema en prosa, años más tarde, que hay “un sitio en el mundo que se llama París, un sitio muy grande y lejano, y otra vez grande” (“El buen sentido”). No hay duda, o al menos el libro lo deja ver, que son o fueron una familia muy unida, y los padres fueron buenos padres y los hermanos buenos hermanos.⁹ Sin embargo, a todos, pero a la madre en especial, los recuerda en la casa de Santiago de Chuco, y nunca fuera de ella. Permítaseme poner dos citas de versos sobre la madre, que desde mi primera lectura me inquietaron y emocionaron.
La primera, estas líneas de tribulación cuando Vallejo está en la cárcel de Trujillo (xviii): “Ah las paredes de la celda./ De ellas me duele entretanto más/ las dos largas que tienen esta noche/ algo de madres que ya muertas/ llevan por bromurados declives,/ a un niño de la mano cada una.”
O esta de otro poema, que recuerdan el pan recién horneado (xxxiii): “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos/ pura yema innumerable madre.”
Si Los heraldos negros tuvo en 1919 una muy buena acogida crítica, Trilce en 1922 sólo conoció el silencio. “El libro ha nacido en el mayor vacío”, dijo dolido en una carta a Antenor Orrego, pero sin que en ello hubiera queja o arrepentimiento, porque él buscaba en todos los sentidos, así lo decía, ser libre, aun a costa “de todos los sacrificios”.
Vallejo conoció en vida cierto reconocimiento, pero no fama ni gloria. A su muerte se publicarían libros íntimamente ligados (Poemas humanos, España aparta de mí este cáliz, y, si se quiere, Poemas en prosa), que su viuda Georgette Phillippart disponía en cada edición como Dios le daba a entender. Escritos con una música verbal única e irrepetible, con una humanidad que desgarra el cuerpo y el alma, pero al mismo tiempo con una grave conciencia ante la vida, nadie que los haya leído escapará a que en su corazón perdure la señal de la cruz del sufrimiento y la huella de la fraternidad con los desvalidos del mundo.
Esos libros, esos milagros líricos, han hecho que, junto con Trilce, Vallejo sea el poeta latinoamericano que más influyó en nuestra lengua en el siglo xx, y me doy por suponer, también en el siglo xxi.
2018-2022
Notas
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En general la crítica señala más en Vallejo huellas dadaístas y ultraístas.
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Me doy por creer que Pessoa, en su multiplicidad poética, y Vallejo, en Trilce, fueron vanguardias en sí mismas.
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Luis Monguió: César Vallejo. Vida y Obra, “La técnica de Trilce”, p. 129, Editora Perú Nuevo, 1952.
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Hay un verso en Poemas humanos que tiene una idea semejante: “La cantidad de dinero que cuesta ser pobre.”
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Mapas anatómicos de Vallejo, “En los orígenes de Trilce: Vallejo entre modernismo y vanguardia”, p. 47, Casa editrice d’Anna, Messina-Firenze, 1981. Una primera versión de este ensayo es de 1966.
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“El absurdo –jugado, frecuentemente, a base de contradicciones, de contrastes, de anteponer adjetivos, modos verbales, sustantivos, tiempos o locuciones– es el elemento preponderante en Trilce.” (Mario Jorge de Lellis, César Vallejo, cap. ii, “La poesía”, p. 60, Editorial La Mandrágora, Buenos Aires, 1960).
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Obra poética, p.161, Colección Archivos, México, 1989.
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En ese poyo, como dice en un verso, la madre “alumbró al hermano mayor”.
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Eran once y César Abraham el menor.