Hace unas seis décadas había importantes estudiosos de la ciencia política que reverenciaban a más no poder y con toda razón ese famoso libro del neoyorquino Seymor Lipset, titulado sencillamente El hombre político.
Se contaba el dicho estudioso de gran renombre entre quienes vaticinaban para la humanidad un porvenir de grandes estados e, inclusive, de uno solo: hablar de un futuro “ciudadano del mundo” era frecuente.
En consecuencia, no eran bien vistos quienes defendían las demandas políticas de autodeterminación de ciertas minorías. Eran tachados de retrógradas, conservadores, emisarios del pasado, antiliberales y hasta de oportunistas. El propio Lipset las tildaba de “revuelta contra la modernidad”.
Incluso, la idea de que el federalismo ganara fortaleza en un México cada vez más centralizado se veía mal en esos años ante el arrollador prestigio de la “unidad nacional”. Recuerdo el escarnio de que me hicieron víctima mis compañeros de la clase de ciencia política y, un poco, hasta el eminente catedrático de la materia y gran conocedor de la misma, cuando enarbolaba, de seguro con gran ingenuidad, mi condición particular de jalisciense, entonces más avasallada que ahora. Con sorna se referían a mi jalisciensicidad…
Sin embargo, a estas alturas abundan quienes afirman en Europa que el último siglo y medio puede definirse como “la era de la secesión”. Si bien es cierto que muchos fragmentos cobraron cohesión y dieron lugar a varios estados nacionales, también lo es que, durante ese tiempo, según sustentan con energía algunos responsables y acuciosos estudiosos del tema, el número de estados ha pasado “de 23 a casi 200”.
Por su vasta producción reciente sobre el tema, a partir de su famosa Age of secession (2016) baste mencionar a Ryan Griffiths y, si se quiere también, a tres catalanes de gran valía: Marc Sanjaume, Jordi Mas e Ivan Serrano, quienes acaban de publicar un espléndido análisis sobre los movimientos en pro de su autodeterminación de diferentes lugares de Europa.
Según ellos, hay 12 regiones en el viejo y renovado continente en las cuales el voto a favor de un Estado nacional independiente más pequeño goza de una clara mayoría de sufragantes: más de 50 por ciento (lo que no quiere decir que la totalidad del resto esté en contra). Pero entre ellos se pueden contar parajes como Harghita y Tirol del Sur, donde el secesionismo supera 80 por ciento.
De hecho, hay más de 200 millones de europeos que respaldan las demandas de autogobierno o de soberanía plena. Es el caso de que una mayor conciencia de sus particularidades da lugar a un mayor reclamo de que se las respete y, ante la intransigencia de la que España es un buen modelo, la secesión gana vitalidad.
En Cataluña, por caso, el voto independentista supera 52 por ciento, pero, además, el voto abiertamente contrario con dificultades pasa de 20 por ciento. Se dirá que en América estamos muy lejos de situaciones de tal naturaleza… Tal vez no sea del todo cierto. Me ha tocado, por caso, estar presente en un par de reuniones en el sur del estado de California, cuya intención ha sido precisamente buscar la manera de separarse de Estados Unidos.
Su premisa fundamental, entre otras, es que el ya llamado “sur de California”, sin las rémoras que arrastra de sus estados vecinos y toda la parte norte del mismo, sería “el mejor país del mundo”.
Y, si tanto me apuran, diré que en Jalisco y Nuevo León, además de Baja California y Sonora, “ya entrados en confianza” no han faltado quienes aseguran que “separados de México” les iría mejor.
Vale reconocer que la prepotencia centralista de los últimos cinco gobiernos ha ayudado a éste sustrato de inconformidad. Sin embargo, tengo la sensación de que en los últimos tres años grupos importantes de varios estados se han congraciado especialmente con el gobierno federal, pero también se percibe que otros más bien se han distanciado de él de manera muy remarcable.