La posición de las manos, la delicadeza de cada gesto, los dedos amplios, recios pero sumamente cuidadosos de evitar cualquier movimiento que parezca mazo, tolete, aporreamiento. La sonrisa apenas insinuada, los ojos cerrados, la cabeza volcada hacia atrás, mirando al cielo, el rostro piadoso y en éxtasis de un santo esculpido en algún templo antiguo de un pueblo retirado de Rumania. Schubert. Suena una música que parece que jamás habíamos escuchado aunque es la tercera vez que repetimos el disco sobre el tornamesas. Es Radu Lupu, sentado al piano. Hace sonar a Schubert como una aparición en un sueño, una encarnación de duermevela, el aleteo de un colibrí en cámara lenta.
Radu Lupu es sinónimo de poeta, místico, santo laico, fraile sin hábito, artesano.
Es un poeta que escribe con la yema de los dedos tenuemente, ora con ímpetu, ya con arrebato, nuevamente con delicadeza.
Manazas de ternura. Corpulencia de hombre bueno. Cejas muy pobladas, barba abundante, hirsuta su cabellera. Para colmo, si la cámara lo toma en picada, vemos tonsura en su cráneo, lo que completa su extraordinario parecido físico con Gustav Klimt. Parecen gemelos, el pianista rumano y el pintor austriaco.
Radu Lupu abandonó el cuerpo físico el domingo. Su deceso cesa era. Con él termina el tiempo de los gigantes sin reflector, los colosos callados, los monumentales maestros sabios diestros en el arte de la discreción, la prudencia, la sonrisa frente al ansia de otros de ser famosos y recibir incienso a diario.
De manera semejante a como imprime misterio en cada nota, su vida personal también lo fue. Sus apariciones públicas de por sí eran pocas y cesaron hace años, debido a los quebrantos de su cuerpo de gigante.
Su discografía es relativamente escasa pero nos basta y sobra con la veintena de discos que grabó para la disquera Decca entre 1970 y 1993.
El dominio de su vasto territorio poético se extiende a cinco compositores: Schubert, Mozart, Beethoven, Schumann, Brahms, en ese orden. Claro, Grieg y otros autores, pero lo suyo eran los primeros cinco.
Escuchar a Schubert con Radu Lupu es una experiencia inenarrable. Oír su Mozart implica placer extremo. Su Beethoven es autorretrato. Su Schumann es una exquisitez y en sus manazas Brahms es un autor desconocido hasta la quinta vez que volvemos a poner el disco desde el principio y comprendemos: claro, Brahms no es como lo pintan muchos otros: en sepias, sombras, claroscuros. En Radu Lupu, Johannes Brahms es uno de los compositores que mayor profundidad alcanzaron en obras que requieren lo que posee a raudales Radu: sabiduría, inteligencia, sensibilidad, capacidad de entender.
Eso, entender a Brahms es un acto de humildad, una muestra de sencillez de un alma, la de Lupu, que ha estado muchas veces en el plano terrenal y seguramente regresará pronto para reencarnar en una abeja, un lirio, un bisonte o un escritor.
Recomiendo poner en YouTube las siguientes palabras mágicas: Radu Lupu, Sándor Végh, Mozart. Aparecerá en big close up el rostro en éxtasis del pianista rumano, emprendiendo el adagio del Concierto 23 de Volfi Mozart: cada nota suena conforme mueve las pobladas cejas, entorna la mirada, entrecierra los ojos, mueve las hebras gruesas de su barba negrísima, pendula el rostro en señal de estar en manos de lo sublime, la gracia, la bondad, lo místico y lo sagrado.
Esa dupla Sándor Végh/Radu Lupu es mágica: dos hechiceros remando sobre un manto de flores como en la fotografía donde aparecen Gustav Klimt y su novia, musa y modelo Theresa Flöge en una barca que parece metáfora del fluir del río de la eternidad.
Cada milímetro de músculo facial que mueve Radu Lupu es una nota de Mozart, cada ondular de sus hombros, cada cana plateada, cada tono magenta de las distintas zonas de su cabellera que se extiende a su quijada y su mentón, es la voz de Volfi Mozart, que sonríe al verse comprendido, porque la identidad artística de Radu Lupu es un verbo: comprender: percibir y tener una idea clara de lo que se dice, se hace o sucede y descubrir el sentido profundo de algo.
Cada movimiento de la corpulencia de Radu Lupu es musical: el brillo de sus ojos es la luz de la divinidad, su rostro en éxtasis es una escultura griega, su mirada hacia la orquesta es una seña de complicidad: Radu siempre toca CON la orquesta, no la usa, no la toma como adorno, comparsa, acompañamiento. Son sus compañeros con quienes rema y cuando levanta la vista, ve a Orfeo subido al puente del navío: es Sándor Végh que mueve las manos sin batuta para mejor moldear cada sonido soñado por Mozart y sus manos parecen remar.
Sándor y Radu reman. Reman. Surcan la mar. El barco, escribe Pascal Quignard en una de sus obras maestras, Butés: “Se aproxima a la isla de los pájaros con cabeza de mujer que en griego se llaman Sirenas. De pronto se eleva una voz femenina y maravillosa. La voz avanza sobre la mar hacia los remeros”. Los héroes: la orquesta, “ya no escuchan con nitidez ese canto anonadador, apartan su mirada de estos tres pájaros realmente turbadores que ofrecían sus senos, que elevaban tan alto su canto, que giraban hacia ellos un rostro que podrían llamarse humano”.
Humano, profundamente humano. O como dijo Nietzsche: demasiado humano: “donde ustedes ven cosas ideales, yo veo cosas humanas, ay, demasiado humanas”.
El humanismo del pianista rumano Radu Lupu se extiende en esa veintena de discos que atesoramos como se cuida el contenido del Grial.
Recomiendo la escucha del disco Lupu Plays Schubert. Garantizo poesía. Ah, poesía. No es casual que el poeta sueco Premio Nobel Tomas Tranströmer haya interpretado al piano a Schubert para luego escribir su prodigioso poema titulado “Schubertiana”:
me acurruco como un recién nacido, me duermo, ruedo ingrávido hacia el futuro, siento de pronto que las plantas tienen pensamientos nos apretamos frente al piano y tocamos a cuatro manos en Fa menor: dos cocheros en el mismo carruaje
Esos dos cocheros son, en la vida real, Radu Lupu y Murray Perahia, cuya grabación de la Fantasía en fa menor de Schubert es uno de los tesoros bien preciados de toda musicofilia.
Existe en Internet una grabación donde escuchamos a Tomas Tranströmer recitar en sueco su poema “Schubertiana” y enseguida está la grabación de Lupu y Perahia de esa obra prodigiosa de Schubert, la Fantasía para piano a cuatro manos.
Piano a cuatro manos: Mozart, he aquí otro disco preciado: Conciertos para 2 y 3 pianos y el Andante y Variaciones para Piano a Cuatro Manos, las de Lupu y Perahia.
El hombre es el lúpulo del hombre, dirían los degustadores de Pilsner: Wolf(Lobo)gang Amadeus Mozart y Radu Lupu(Lobo) forman pareja cósmica. Quien entre lobos anda, a sonreír aprende.
El Mozart de Radu Lupu es una caricia en el alma, un beso de hada, un diente de león que soplamos suavemente y suena. Sueña.
Lo que cultivó en la vida Radu Lupu fue el amor y la belleza. Por eso lo suyo es la belleza del sonido. Lo que en términos técnicos se llama “toque” pianístico, en él es aleteo, respiración, gemido, suspiro, belleza.
Perfeccionó lo que podemos denominar, luego de escuchar una y otra vez sus discos, una metafísica del sonido, cuyo signo es la sencillez, como sencilla es la música de Schubert, por eso es su máxima especialidad.
Los escuchas más sofisticados, exigentes, conocedores, hablan de Radu Lupu como se habla de una divinidad y ponen en sus frases, indefectiblemente, las siguientes palabras: poeta, misterio, delicadeza, poesía. A mí me basta una sola palabra para definir a Radu Lupu: sublime.
Las maneras como los expertos hablan de él incluyen las siguientes sentencias: “la quintaesencia del pianista”, “el Carlos Kleiber del teclado”, “el último eslabón de la escuela Neuhaus”.
Ah, porque quien hizo de Radu Lupu un santo laico esculpido por los griegos y depositado en éxtasis en un pequeño templo de una aldea lejana de Rumania, se llama Heinrich Neuhaus, su maestro de piano en el Conservatorio de Moscú y quien construyó otros gigantes, entre ellos a Emil Gilels y Sviatoslav Richter.
Radu Lupu se encargó de cultivar las enseñanzas de su maestro don Enrique Nuevacasa: se concentró en los espacios invisibles que habitan entre una nota y la siguiente, entre un compás y su compañero de atrás y el de adelante, fijó su atención en los mensajes que nos dejaron los cinco maestros que eligió como sus guías: Schubert, Mozart, Beethoven, Schumann y Brahms.
Y supo que sin Schubert no podríamos comprender. No sabríamos valorar el estar vivos y tener la oportunidad sagrada de poner a sonar un disco y sentarnos a escuchar tocar a Radu Lupu para que sea ahora Pascal Quignard quien nos describa, sentados, escuchando a Radu:
Manan nuestras lágrimas sin que nuestras manos las sequen, trabados en las filas de la orquesta y nos obligan a permanecer inmóviles, con los dedos crispados sobre nuestros muslos, con los rostros desnudos llorando cara a la música.
Gracias por todo esto, maestro Lobo. Tenga usted buen camino hacia la luz.