Por paradójico que resulte, a pesar de la severa sequía, hay nubarrones de tormenta en el panorama alimentario internacional y nacional.
Las señales de alarma las dan lo mismo los de arriba que los de abajo. Organizaciones multilaterales como el BM, el FMI y la OMC advierten la crisis que se está presentando por el alza mundial de los precios de la energía, de los insumos agrícolas, sobre todo fertilizantes y, consecuentemente, de los granos básicos, precipitada por la guerra Ucrania-Rusia. Llaman a una acción urgente y coordinada en materia de seguridad alimentaria e instan a los países a evitar las prohibiciones de exportación de alimentos o fertilizantes. Curioso: las arquitectas del sistema agroindustrial globalizado ahora se asustan de sus efectos perversos.
Desde el norte del país hay clamores también: por ejemplo, la comunidad indígena de Choréachi, en la Tarahumara, advierte que la falta de alimentos se agudiza y acarreará más desnutrición y mortalidad infantil. Por su parte, los productores de frijol afirman que la sequía, el bajo precio al productor y lo caro de los fertilizantes provocarán que caiga la producción de la leguminosa y prefieran el cultivo de forrajes, como avena o sorgo, para alimentar los macilentos hatos.
Hace 20 meses advertíamos desde estas mismas y queridas páginas (bit.ly/37TfrXg) de la megasequía que ha venido afectando al norte de México y suroeste de Estados Unidos desde 2000 y que, ahora se sabe, es la peor en mil 200 años y aún no termina. Las presas de todo el norte se encuentran a niveles muy críticos y uno de cada cinco municipios del país sufre sequía. De no llover pronto lo más seguro es que muchos productores se abalancen sobre los ya muy agotados acuíferos y se multipliquen las tomas piratas de ríos y canales para sacar adelante magras cosechas.
Por otro lado, la escalada de los precios de fertilizantes, controlados por unos cuantos países y empresas, se agudiza con la guerra Ucrania-Rusia. De acuerdo con FIRA, el precio promedio de los fertilizantes en el país mantiene tendencia al alza. En febrero de 2022 registró un aumento de 47.7 por ciento a tasa anual. Algunos como el fosfonitrato se han incrementado a 152.9 por ciento anual y la urea a 95.45 por ciento.
A pesar de las voces de alarma, México no ha hecho ni lo suficiente ni lo oportuno para enfrentar los efectos del cambio climático y la carestía de fertilizantes en la producción y disponibilidad de alimentos básicos.
Recientemente, el gobierno federal ha anunciado diversos estímulos y apoyos. Van dirigidos, a productores campesinos de hasta 5 hectáreas. Ciertamente es bueno que se apoye a la agricultura familiar de subsistencia para que pueda producir sus propios alimentos y algo más para el mercado y así evitar las hambrunas, pero no basta. Porque la producción para el consumo de las ciudades, al menos de maíz y de frijol, no viene de ahí, sino de los productores del norte. Y si no se les apoya adecuadamente, no se animarán a arriesgar la siembra en condiciones de sequía y tendremos que importar más maíz, más frijol, a más alto precio, lo que significa también menos alimentos y más caros.
La política agroalimentaria debe romper paradigmas y ser audaz en estos momentos de crisis múltiple. A corto plazo hay dos palabras o acciones claves a implementar: regionalización y participación. No puede planearse la política agroalimentaria pensando solamente en Mesoamérica, en las condiciones campesinas del centro y sur del país. Es necesario establecer apoyos diferenciados; es preferible apoyar a los productores medios que seguir comprando alimentos a las trasnacionales, tendencia que aumentó 40 por ciento en los últimos dos años (bit.ly/387URTq). Es necesario construir esquemas de apoyos con la participación de los productores y sus organizaciones. Se debe hacer sin crear intermediarismos y nuevos clientelismos, generando donde se escuchen las problemáticas y las propuestas aterrizadas, literalmente, y no desde el escritorio, para hacer frente a la carestía alimentaria.
Por todo eso se impone la convocatoria a construir y operar un pacto nacional alimentario que involucre a los diferentes tipos y estratos de productores, desde los más pequeños hasta los más grandes. El compromiso básico de ellos sería dar prioridad a la producción de alimentos básicos para la población por sobre forrajes u otras mercancías. El gobierno federal debe comprometerse a promover este pacto y crear o acondicionar su política agroalimentaria, sus apoyos, subsidios y normatividad para que este pacto funcione y haya suficientes alimentos a precios accesibles, Debe también intervenir la Conagua haciendo efectiva la prioridad del uso del agua para la soberanía alimentaria y ha de planearse la construcción progresiva de nuestra soberanía en materia de fertilizantes.
Debemos tener la creatividad, la flexibilidad y la apertura necesarias para aprovechar esta difícil coyuntura alimentaria para construir nuestro propio sistema alimentario nacional y dejar de depender de los “graneros mundiales” o de los oligopolios. Si no somos capaces de construirlo, basados en la producción y en los mercados comunitarios, locales y regionales, hasta la falta de lluvias puede convertirse en la tormenta perfecta.