El juez británico Paul Goldspring ordenó que el caso de extradición de Julian Assange se traslade a la ministra del Interior, Priti Patel, en lo que supone un paso más para la entrega del comunicador a Estados Unidos, donde se busca condenarlo a 175 años de prisión bajo cargos de espionaje. Afuera de la Corte de Magistrados de Westminster, en Londres, se llevó una protesta para exigir la liberación del fundador de Wikileaks, acto en el que participó el ex líder del Partido Laborista Jeremy Corbyn, una de las pocas voces dentro de la política occidental que ha tenido la entereza ética para posicionarse en torno a lo que probablemente sea el proceso más importante para la libertad de expresión y de prensa a escala global.
En marzo, la Corte Suprema del Reino Unido ya había rechazado el “permiso para apelar” solicitado por los abogados del australiano, por lo que ahora los recursos disponibles para su defensa son presentar alegaciones a Patel, intentar recurrir su petición si ésta es desfavorable, y apelar otros aspectos jurídicos. Sin embargo, el comportamiento de las autoridades británicas a lo largo de todo el proceso deja pocas esperanzas de un resultado positivo.
Assange se encuentra recluido en una prisión londinense desde abril de 2019, cuando el gobierno de Lenín Moreno lo expulsó de la embajada de Ecuador en la capital británica, donde permaneció refugiado durante siete años como único medio para ponerse a salvo de la persecución en su contra. En todo este tiempo e incluso antes, Estados Unidos ha dispuesto de todo su aparato de Estado, incluidas sus capacidades de persuasión y coerción diplomática, para llevar a Assange a su territorio y someterlo a una serie de acusaciones por espionaje que carecen de cualquier mérito jurídico y que mal esconden la inquina de Washington contra quien reveló al mundo los crímenes de lesa humanidad cometidos por sus fuerzas armadas en Afganistán e Irak, así como la descomposición, la inmoralidad y hasta las facetas criminales de la superpotencia en su proyección diplomática, económica y militar en el ámbito internacional.
En el caso del sistema judicial del Reino Unido, su embate contra Assange se basa en equiparar la Ley de Espionaje estadunidense con la Ley británica de Secretos Oficiales. De acuerdo con el fiscal James Lewis, “si un periodista o un periódico publica información secreta que probablemente cause daño a los intereses del Reino Unido, indudablemente está cometiendo un delito”, argumento que deja pocas dudas sobre la verdadera naturaleza de la persecución contra Assange: lejos de responder al supuesto peligro en que se habría puesto a las fuentes al divulgar documentos sin editar, el propósito es aterrorizar a toda persona que investigue los hechos que los gobiernos y las grandes corporaciones desean mantener ocultos.
Esta postura significa que Washington y Londres consideran como acto de espionaje cualquier ejercicio periodístico que haga patentes abusos y violaciones a los derechos humanos perpetrados desde el poder, y que manifiestan su expresa voluntad de poner todo el aparato del Estado al servicio de la persecución y el silenciamiento de quien publique secretos oficiales. En suma, se criminaliza a quien desenmascare a los criminales y se pone la mesa para la impunidad de los funcionarios que cometan ilícitos al amparo de poder.