Es una obra vasta, erudita y desde ya clásica entre los devotos de la capital mexicana. A Claudia Kerik le llevó décadas reunir e investigar los materiales que conforman La ciudad de los poemas; muestrario poético de la Ciudad de México noderna (Ediciones del Lirio-Secretaría de Cultura, 2021). Recorrer las páginas del volumen es como caminar por las calles de la siempre deslumbrante urbe.
Claudia Kerik, con su familia, salió de Argentina en 1970, a los 13 años, para exiliarse en México e iniciar, como dice ella, “mis años de adolescencia en una Ciudad de México que acabó haciéndome suya, de grandes extensiones de cielo y árboles más presentes, en la que tuve la oportunidad de descubrir, en comunión con amigos y otros jóvenes de mi generación, algo así como una disposición a ‘ser en la poesía’”. Es doctora en literatura hispánica por El Colegio de México, investigadora de tiempo completo en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.
En una primera hojeada, con el fin de hacer una somera revisión del contenido, y ojeada, echarle un ojo, para después leer con mayor atención algunos de los poemas elegidos, tuve casi una epifanía que me llevó a la infancia. En la página 127 me topé con el poema “Calzada Niño Perdido”, de Eliseo López Soriano. En los años infantiles e inicio de la adolescencia, esa calle fue mi universo, la trajiné de madrugada, mañana, tarde y noche. Su nombre me intrigaba, escuché distintas narraciones de por qué fue nombrada así. Hay varias versiones, de las cuales se ha ocupado la siempre bien documentada Ángeles González Gamio (https://www.jornada.com.mx/2018/11/18/opinion/032a1cap).
El poema mencionado es de 1976, anterior a dos grandes transformaciones que tuvo no solamente la calzada Niño Perdido, sino muchas arterias y barrios de la Ciudad de México: primero la construcción del Eje Central Lázaro Cárdenas (obra del regente Carlos Hank González, apodado Gengis Hank, por destructor), y los terremotos de septiembre de 1985. Niño Perdido iba desde la colonia Portales hasta la fuente Salto del Agua, a partir de la cual era San Juan de Letrán.
Mi Niño Perdido tenía dos límites cuyos extremos eran Viaducto y el mercado de San Juan, al que acompañaba a mi abuela paterna para las compras de lo que iba a cocinar. Ella no tenía refrigerador y debía comprar los alimentos casi cotidianamente. Caminábamos desde la vieja vecindad situada en Callejón Niño Perdido (popularmente conocido como Callejón del Diablo), número 19, interior 10, al mercado, donde mi abuela Inés me compraba un taco de nopales y acociles. Recuerdo que la calle era, lo expresa bien el inicio del poema: “Como una liga estirada, / calzada Niño Perdido; / los carros y los camiones / corren en doble sentido”. José Emilio Pacheco, preciosamente, en poema que incluye Claudia Kerik (Casas del Centro) evoca las antiguas moradas, como la mía: “Y los zaguanes huelen a humedad / Puertas desvencijadas / miran al patio en ruinas / Los muros / relatan sus historias indescifrables”.
Las vecindades del callejón Niño Perdido cayeron estrepitosamente por los terremotos de 1985. No así la memoria de haber vivido allí experiencias marcantes, indelebles. Otra sección del poema felizmente rescatado en el volumen, me retrotrajo a lugares que me iniciaron en la cultura cinematográfica: “Aquí fue Cine Coloso, / hasta hoy todo baldío, / grandes gigantes de piedra / taladrados por los siglos”, y casi enfrente “Cine Maya, centinela, / contra tempestad erguido, / que te llenas de muchachos / los sábados y domingos”. En estos cines, con amigos y familiares, pasé horas gozosas en programas dobles o triples. Antes o después del agasajo cinematográfico, pasábamos a Casa Olguín, famosa por sus tortas de pierna horneada bañada en mole. En algún momento del siglo pasado la tortería mudó de domicilio, de Niño Perdido a Chimalpopoca, no lejos del sitio original.
Es cierto, y bien lo dice el autor del poema sobre la calle que atesoro en el corazón y la memoria: “Y vuelas hasta Narvarte / a acurrucarte en tu nido. / Aquí te llevo en el alma, / Calzada Niño Perdido”. Que se haga justicia y le sea devuelto a la calle su nombre, que regrese Niño Perdido, esto no en demérito del general Lázaro Cárdenas, sino para preservar algo de la vieja nomenclatura citadina que es más poética.
La obra contiene, en sus nutridas y nutricias poco más de mil 100 páginas, poemas sobre personajes de la urbe, distintos barrios, acontecimientos históricos, evocaciones citadinas y muchos elementos más de la vital Ciudad de México. Están bellos poemas de Octavio Paz, José Emilio Pacheco, Rosario Castellanos, Roberto Bolaño, Jaime Sabines, Salvador Novo, Renato Leduc, Carlos Pellicer, Alfonso Reyes, Homero Aridjis, Efraín Huerta, Thelma Nava y un caudal más, evidencia de que la Ciudad de México es una musa permanente. Gracias Claudia Kerik, por labor tan minuciosa y declaración de amor a una ciudad que bulle en las venas de quienes también la sufrimos, pero amamos pese a todo.