¿Cómo se logra arrancarle la vida al horror? ¿Cómo representar la osadía y el arrojo al lado de una coherencia indómita? ¿Cómo sostener la memoria en el desierto de los gritos? ¿Cómo evadir que tu vida siempre estuvo en la propia causa? ¿Cómo nos vamos a acompañar con tu ausencia?
“Me entristece la lluvia, ya que imagino que Jesús está en algún sitio mojándose”, externaba Rosario Ibarra de Piedra en más de una ocasión cuando las nubes anunciaban aguacero.
Ella, la de menuda figura, logró arrancarle 148 existencias a la industria del terror de los sótanos más bajos de la infamia, su consigna de “vivos se los llevaron, vivos los queremos” alcanzó a sustraer a los jóvenes, hombres y mujeres, de las sombras que vaticinaban anular sus nombres.
Mario Hernández, el director de la cinta Cementerio de papel baraja nombres para ubicar a la actriz que pudiera representar a la doña Rosario, más allá de las cualidades actorales, la suspicacia recae en la coherencia histórica de una vida, es por ello que la receta parece obvia, en el papel de Ibarra de Piedra, su representación por sí sola.
Cuando todos callaban por miedo, cuando los espectros de la represión paralizaban las neuronas, cuando la vida huía sin avisar, ella se hizo presente, exigió, confrontó, cuestionó, solicitó, indagó y alumbró el territorio truculento de la crueldad, a mediados de los años setenta del siglo XX, la denuncia de la violación de los derechos humanos era solaz, Rosario construyó el andamiaje de su vocación, evidenció la locura de la represión, convocó a esas voluntades dispersas y desamparadas que sin brújula solicitaban una explicación, un paradero, un guiño de memoria.
De la búsqueda particular, al tránsito de seguir evitando la sinrazón, la convocatoria del lunes 28 de agosto de 1978 en el atrio de la Catedral metropolitana te evita ignorar el más mínimo resquicio de atropello, y por eso tu agenda se satura de apariciones en todo rincón donde un llamado de dolor requiera tu grito, tu presencia, tu apoyo, tu solidaridad.
Somos Alicia, Alejandra, Diego, Micaela, Romeo y yo, los “Nacidos en la Tempestad”, quienes tendremos que aprender a vivir con tu ausencia, la cual sin duda fortalece tu presencia en la evocación, para seguir sembrando vientos y lograr cosechando tempestades.
En algún momento me confesaste que le escribías cartas a Jesús, para que supiera lo que había sucedido durante su ausencia, al momento en el que el grito de “¡Eureka!” tronara por todo México, hoy tu palabra ha quedado indeleble, tatuada simplemente en piedra.
Con la sonrisa en los labios, por siempre querida Rosario.