A unos cuantos días del segundo turno de la elección presidencial en Francia, puede observarse el desconcierto que prevalece en buena parte de los ciudadanos llamados a votar el domingo 24 de abril. Es decir, a menos de ser un militante cuya decisión no cambiará ningún mitin, debate o programa de los candidatos que se enfrentan en este segundo turno, el ciudadano común y corriente se pregunta ya no sólo por quién votar, sino si votará. La abstención parece ser la que se llevará el triunfo. Abstención total al no presentarse en las urnas o abstención a medias a través del llamado “voto blanco” del elector que mete en el sobre que irá a la urna un papel desgarrado que no puede contabilizarse electoralmente.
La situación es, evidentemente, demasiado compleja para llevar a cabo un análisis político serio. Así, los electores franceses se ven empujados a dividirse en dos campos opuestos en forma radical: parece ser más simple. De un lado, los enemigos de la extrema derecha que representa una amenaza capaz de llevarse el triunfo. Del otro lado, los adversarios del poder actual que busca hacerse relegir. Se permiten, pues, todos los medios, sean limpios o sucios, para ganar la confianza de los electores, y no queda sino reconocer que son más bien insultos que argumentos los que se intercambian en esta campaña bastante mediocre.
Ya en las últimas elecciones de hace cinco años, si se suma la abstención a los votos, el actual presidente, Emmanuel Macron, fue elegido por una minoría de los electores inscritos. De ahí que algunos comentadores políticos hablen de falta de legitimidad del ganador. Y ahora las cosas parecen empeorar. Si la democracia es, sin duda, el menos peor de los regímenes, sus virtudes tienen su contrapeso en sus vicios.
El sistema democrático tiene sus propias reglas en los diferentes países. En Francia, por ejemplo, se han establecido límites a los gastos de campaña con el fin de evitar que el vencedor sea el dinero... como ha sucedido no pocas veces en Estados Unidos. Para ser reconocido candidato oficial, el aspirante debe reunir 500 firmas de alcaldes dispuestos a darle su apoyo. Y, para tratar de obtener una verdadera mayoría, la elección se realiza en dos turnos. El primero tiene como meta eliminar a los candidatos minoritarios de manera que sólo serán elegibles dos de ellos en el segundo escrutinio. Pero este sistema tiene también sus inconvenientes y vicios, pues se presta a transacciones bastante opacas entre partidos y partidarios cuando no da lugar a alianzas que más bien parecen oscuros contubernios.
En estos 15 días entre ambos turnos, los dos candidatos intentan ganar los votos de los partidarios ya eliminados. Promesas y discursos, ataques y golpes bajos, son el pan cotidiano. ¿Cómo lograr la confianza de quienes votaron por la extrema izquierda de la “Francia insumisa” de Jean-Luc Melanchon? ¿Cómo acaparar las voces de los ecologistas? ¿Cómo recuperar a los votantes del candidato de extrema derecha Eric Zemmour sin comprometerse con algunas de sus declaraciones más que dudosas? Las cosas no son fáciles para Emmanuel Macron, neoliberal atlantista, llamado “presidente de los ricos” a causa de su gestión durante el quinquenio que presidió. Tampoco son fáciles para Marine Le Pen, heredera del partido fundado por su extremista progenitor, reconocido por sus exabruptos racistas.
Macron se defiende a su estilo argumentando lo uno y su contrario. Marine intenta ganarse las clases populares encarnadas por los chalecos amarillos. Las campañas se llevan a cabo en mítines como en las redes sociales, donde no faltan insultos y calumnias.
El sistema electoral de los regímenes democráticos no puede pretender a la perfección, pero al menos es preferible a cualquier forma de dictadura. Parece, sin embargo, que la mayoría de los ciudadanos franceses está cansada de la actualidad política. Pueden esperarse cambios sorpresivos y no sólo en las urnas.