Nada nuevo. Todo indicaba que aquella Semana Santa se resumiría, como las anteriores, en encierro, hacinamiento, pleitos, conatos de pelea. Nuestra diversión durante las vacaciones iba a consistir en lo de siempre: ver la calle desde la puerta de la vecindad, jugar al “avión” o a “los encantados” en mitad de la banqueta, mientras, envidiosos, oíamos a nuestros vecinos referirse a los preparativos para salir de viaje, aunque fuera a costa de contraer deudas y empeñar el resto del año para cubrirlas.
De todas las limitaciones propias de los Días Santos la menos gravosa iba a ser la vigilia. Por encima de cualquier motivo religioso y otros de mayor peso, la observábamos casi todo el año, excepto las temporadas en que mi padre, tablajero de oficio, se “redondeaba” haciendo alguna chambita extra. En el horizonte de entonces no se vislumbraba ninguna. Lo dicho: nada nuevo.
II
A pesar de los tristes augurios, sin duda aquella fue la mejor de las Semanas Santas gracias a Jesús, mi hermano mayor. Resumo su historia: desertó de la escuela en quinto año. Enseguida se puso a trabajar en un taller de herreros, luego en una fábrica de colchones y al fin en una carnicería. Allí duró los minutos suficientes para darse cuenta de que la carne sangrante le provocaba náuseas.
Mi padre lo acusó de mentiroso –“buenopara nada”– y flojo. No conforme con eso, le advirtió que no estaba dispuesto a mantenerlo y que mientras no llevara dinero a la casa no tenía derecho de sentarse a la mesa. La situación era cada vez más tensa y a cada momento se producían entre ellos fricciones que hacían sufrir a mi madre. Para evitarlo, Jesús decidió irse a buscar trabajo a Estados Unidos. Se llevó alguna ropa y nos dejó promesas en las que no creímos. No olvidar, volver...
Tuvimos noticias suyas después de más de un año, cuando nos envió las primeras remesas. A partir de entonces siguió haciéndolo con cierta regularidad, aunque en cantidades muy pequeñas. Entonces mi padre recuperó la confianza en Jesús, manifestó su orgullo de que fuera miembro de la familia.
III
Un mañana que mi madre me estaba trenzando el cabello, el cartero le entregó un sobre procedente de Estados Unidos dirigido a ella. Se apresuró a abrirlo y en cuanto leyó el contenido se puso a llorar. Creí que había recibido una mala noticia y me acerqué a consolarla.
Entonces me dijo que me tranquilizara, que todo estaba bien y que Jesús iba a venir a visitarnos en la Semana de Pascua, porque iban a darle vacaciones.
Pasamos la tarde hablando de la carta y haciendo planes. Cuando volvió mi padre de su trabajo lo recibimos con la buena noticia. Con los ojos brillantes y la voz temblorosa, disimuló su emoción con un comentario práctico: “A ver en dónde acomodamos a ese muchacho porque me imagino que se va a quedar aquí, ¿o no?”
Faltaba muy poco tiempo para la llegada de Jesús. Era necesario que nos apresuráramos con algunos arreglos para recibirlo de la mejor manera posible. Por lo pronto, era necesario que sacara mis cosas del cuarto que había sido de mi hermano y que empecé a ocupar desde el momento en que se fue.
Como nunca recibíamos visitas en la casa, sin darnos cuenta, la fuimos abandonando. La proximidad de nuestro visitante fue como un reflector que iluminó todas las fallas que era urgente reparar: reponer los vidrios, cubrir las manchas de humedad en la cocina, cambiar los empaques a las llaves del baño y, sobre todo, darle una buena mano de pintura a la fachada.
Ya que era necesario tener los materiales cuanto antes, mi madre pensó en que fuéramos a comprarlos al departamento 408.
Lo ocupaban Mercedes y su abuela Gregoria: muy anciana, prácticamente inmovilizada, con frecuencia padecía ataques de locura. Al darse cuenta de que en tales condiciones era imposible dejarla sola, Mercedes había renunciado a su trabajo en la tienda de artículos religiosos y a fin de sostenerse instaló en su casa un pequeño expendio de materiales de construcción, en donde también vendía algo de frutas y verduras, por lo que formaban su clientela amas de casa y albañiles.
IV
Por la emoción de que Jesús fuera a venir a visitarnos nadie durmió; sin embargo, muy temprano, mi madre me pidió que la acompañáramos a la casa de Mercedes. La encontramos recibiendo unas pastillas para doña Gregoria: confiaba en que le permitieran dormir. Luego, cuando le dijimos lo que necesitábamos se sorprendió porque nunca antes le habíamos hecho un pedido tan grande. Entonces, orgullosa y emocionada, mi madre le dijo: “Es que Jesús va a venir a visitarnos”.
Doña Gregoria, que desde su cama había escuchado la conversación, apareció llorando, se dejó caer ante mi madre y le hizo una súplica: “Por favor, dígale a Jesús que venga. Necesito su ayuda y que me diga en dónde podré encontrar a mi gente allá a donde me voy... Comprendan: me esperan mis padres, mis abuelos...” Conmovidas por la escena desgarradora, entre las tres logramos levantar a doña Gregoria y llevarla a su cama. Al despedirse, oí que mi madre le dijo: “Quédese tranquila. En cuanto llegue Jesús lo traeré para que hable con usted”.
No llegó a realizarse la visita porque esa misma tarde murió doña Gregoria. Se fue tranquila y feliz, según nos dijo luego Mercedes, esperando la llegada de Jesús.
V
Mi madre, muy religiosa, estaba consciente de haber cometido una falta ocultándole a doña Gregoria la verdadera identidad del Jesús al que íbamos a recibir; sin embargo, no temía al castigo que pudiera imponerle la Divinidad: estaba segura de que Él había entendido sus motivos. Por algo era Dios.