Vestida de negro, una mujer diminuta se coló al acto oficial del presidente Luis Echeverría Álvarez el primero de diciembre de 1976. El mandatario se hacía acompañar de su sucesor, José López Portillo. Montaba guardia de honor en el Hemiciclo a Juárez de la Ciudad de México cuando, con un medallón colgado de una pequeña cadena sobre el pecho, con la foto de Jesús Piedra Ibarra, la madre del muchacho desaparecido por el Estado le gritó: “ciudadano Echeverría. Entrégueme a mi hijo... ya son muchos años”.
Esa mujer, capaz de desafiar la guardia presidencial en los peores días de la guerra sucia, fue bautizada como Rosario porque, cuando se estaba muriendo a los seis meses de edad, su madre le hizo la promesa a la Virgen del Rosario de ponerle su nombre si la niña se salvaba. Nació en Saltillo, Coahuila, nieta de una abuela anarquista que a pesar de no saber hacer pan montó una panadería, e hija de un masón que aseguraba que las mujeres podían hacer todo lo que quisieran, incluso “podían hacer más que los hombres, como parir”. Fue madre de cuatro hijos, a los que su marido ayudó a traer al mundo. Y esposa de un hombre “viejo, ateo y comunista”; en realidad, un médico de buen corazón que atendía a los obreros de la fundidora de acero de Monterrey.
Su padre la enseñó a leer a los cuatro años de edad y convenció a su madre de inscribirla en una escuela mixta, para que no se casara con “el primero que le moviera el agua”. Aprendió a memorizar poesía, a cantar, a bailar y a tocar el piano, aunque supo cocinar hasta muchos años después. Lo haría muy bien el resto de su vida, al punto de inventar nuevos platillos como “rospamar”, unas deliciosas costillas de puerco adobadas con cinco chiles, vinagre de manzana y muchas especias, que se hornean, sazonadas con sentimientos encontrados y complicidades políticas.
Llena de energía, su madre la llamaba el ventarrón y sus nietos le decían la abuela cometa. De pequeña le mareaba el olor a incienso y cera y evitaba las iglesias. Preocupada desde siempre por los pobres, de niña le impactaba ver a los indígenas descalzos y con frío. Le pedía a su papá que les comprara zapatos. Como adulta, acompañaba a los mineros en sus marchas, asistía a las protestas contra el alza en el precio del transporte y a las movilizaciones contra la guerra de Vietnam. Se llevaba a sus hijos con ella.
Rosario Ibarra se enteró de la desaparición de su hijo Jesús por la prensa. El 30 de abril de 1975, El Norte dio la noticia: “Cae Piedra Ibarra”. La nota describía cómo fue detenido, el día 18, el estudiante de medicina, militante de la Liga Comunista 23 de Septiembre, en la esquina de las calles Arteaga y Félix U. Gómez, en el centro de la Sultana del Norte. Los testigos aseguraron que el joven se resistió a la captura y que mordió a uno de los agentes en la mano.
Un año antes de la noticia, el padre de Jesús había sido secuestrado. Era médico y tenía 62 años. Lo torturaron para que dijera dónde estaba su hijo. Durante cinco meses no pudo moverse.
Al recibir la noticia de la detención de Jesús, la señora Piedra se fue a ver al director del periódico. Él le confirmó la mala nueva. “Se lo llevaron al Campo Militar” –le dijo– “así que muévase para allá”. Ella vivía en Monterrey, a mil kilómetros de distancia de la Ciudad de México. Pero el 5 de mayo de 1975 se trasladó a la capital para buscar a su vástago. Decía: “Tener un hijo desaparecido no es vivir en paz, es vivir en zozobra, con la guerra interior”.
Ilusa, pensó que sólo venía por 20 días al Distrito Federal. El 18 de mayo, a su llegada, se entrevistó con el presidente Echeverría, en la tercera sección del Bosque de Chapultepec, mientras él inauguraba la estatua de Alfonso Reyes. Le entregó una carta y le pidió que si su hijo era culpable le hiciera un juicio, que eso era lo justo, que se lo entregaran. “¡Enjuícienlo!” –suplicó– “pero entréguenmelo”. Él respondió como acostumbraba: “vamos a investigar”, dijo, y se echó la carta al bolsillo. Nunca lo hizo.
Muy pronto, la búsqueda de su hijo Jesús se transformó en una odisea por la presentación con vida de él y de más de 500 desaparecidos, y contra la represión. Ella, junto a las doñas que fundaron el Comité ¡Eureka!, emprendieron una guerra contra el olvido de quienes quisieron hacer de este asunto “borrón y cuenta nueva”.
El 28 de agosto de 1978, decenas de familiares de opositores políticos secuestrados por el aparato represivo comenzaron un ayuno en el Zócalo de la Ciudad de México. El primero de siete. Querían hacer visible lo invisible, que se escuchara a quienes se les había quitado la voz. Se encontraron con la incomprensión de buena parte de la izquierda mexicana.
Incansable luchadora social, primera mujer candidata a la Presidencia de la República, precursora en la defensa de los derechos humanos, opositora consecuente, doña Rosario fue, hasta el último soplo de vida, una de las más importantes reservas políticas y morales de las fuerzas progresistas del país.
Cuando, en octubre de 2019, se le entregó la Medalla Belisario Domínguez, le dirigió una carta al presidente Andrés Manuel López Obrador, que leyó su hija Claudia. Allí le decía: “querido y respetado amigo, no permitas que la violencia y la perversidad de los gobiernos anteriores siga acechando y actuando desde las tinieblas de la impunidad. No quiero que mi lucha quede inconclusa, es por eso que dejo en tus manos la custodia de tan preciado reconocimiento y te pido que me la devuelvas junto con la verdad sobre el paradero de nuestros queridos hijos y familiares y con la certeza de que la justicia los ha envuelto con velo protector. Mientras la vida me lo permita, seguiré mi empeño hasta encontrarlo”.
La señora Ibarra dijo ¡no! una y mil veces a las maniobras por dejar atrás la lucha por la verdad, la justicia y la reparación del daño. Objetó cualquier componenda. Rechazó traicionar la memoria de los suyos. Ellos, decía, “laten en nuestro corazón, los tenemos frescos en la mente”. ¡Hasta siempre, doña Rosario!
Twitter: @lhan55