Brasil vive la sacudida de las continuas avalanchas de denuncias de corrupción en el gobierno del ultraderechista presidente Jair Bolsonaro, de la desmoralización creciente de las fuerzas armadas, además de la profunda crisis económica y social, del desmantelamiento de todo lo que se construyó a lo largo de varias décadas, de los ataques incesantes contra el medio ambiente.
O sea, no hay, o no debería haber, espacio para otras preocupaciones. El desgaste de la imagen de las fuerzas armadas, duramente reconstruidas luego de la redemocratización, se aceleró mucho bajo el actual gobierno. Y ese desgaste se acentuó ahora aún más.
Al fin y al cabo, ¿cómo explicar la compra de 35 mil pastillas de Viagra, además de gel lubricante y prótesis masculinas para militares?
Pues al margen de todo eso, se consolida una nueva preocupación: la violencia contra los indígenas, los pueblos originarios, que no hace más que expandirse en prácticamente todo el territorio brasileño.
Más que permitidos, directamente incentivados por el gobierno del extremista de derecha, mineros ilegales invaden territorios demarcados como reservas indígenas a una velocidad alucinante.
Y no satisfechos con hacer minería y contaminar con mercurio las aguas que llevan pescados a los habitantes de las reservas indígenas a lo largo de kilómetros de las riberas, ahora avanzan sobre mujeres y, en especial, sobre las adolescentes.
Se trata de algo insólito en mi país. Nunca, ni siquiera en la tan celebrada (por Bolsonaro y los militares que lo rodean) dictadura que duró 21 años –de 1964 a 1985– hubo tanta destrucción de todo, absolutamente todo, desde la investigación científica a la economía, de las artes y la cultura a la educación, de la salud pública a lo que sea.
Por esos días se supo que, además de invasiones, amenazas y agresiones a dirigentes indígenas en reservas territoriales que les son asignadas por ley, mineros ilegales acosan a las mujeres indígenas, en especial a las adolescentes, ofreciéndoles comida a cambio de sexo.
Cuando no son atendidos los ofrecimientos, las violan. Entre la comunidad yanomami, la más acosada por mineros ilegales, se multiplican los casos de enfermedades sexuales, principalmente sífilis.
Se calcula que alrededor de 20 mil “garimpeiros”, como son llamados los invasores mineros, actúan en territorio yanomami.
Hay registro de casos en que mujeres son forzadas a ingerir grandes cantidades de bebidas alcohólicas antes de ser violadas. También se denunciaron casos de muertes luego de violaciones colectivas.
Todo eso ocurre en medio de la amplia y severa devastación ambiental, que hace que los indígenas enfrenten dificultades cada vez más serias para conseguir alimentos para sus familias. Y también en ese sentido las 350 comunidades yanomamis que habitan en Brasil son las más perjudicadas.
La Policía Federal recibió denuncias específicas, pero hasta ahora no hubo investigación alguna.
Y la Funai, Fundación Nacional del Indio, creada en 1967,se mantuvo en riguroso silencio cuando ha sido interrogada por los medios de comunicación.