En la región de los valles centrales de Oaxaca hay una población cuyos frijoles son tan sabrosos como abundantes, tanto que lleva de nombre Villa de Etla –palabra que en náhuatl hace referencia al lugar del frijolar–, y es destino de quienes reconocen el placer que llevar un taco de frijoles a la boca ocasiona. No sólo es su preparación en una olla de barro negro bajo el anafre caliente por las brasas de la leña lo que hace tan especial al frijol de Etla; es la tierra donde se cultiva lo que le da una textura, color, tamaño y sabor como en ningún otro lugar. Se cuenta que sus pobladores han sido reacios a salir, pues la falta de sabor de los platillos foráneos los entristece al punto de no comer, por lo que dejar el pueblo es algo que sucede únicamente debido a una emergencia.
Por ahí del año 1720 la pena invadió a los etleños a causa de una desgracia que justificó, por mucho, que un par de habitantes se sacrificaran y dejaran de comer el frijol que nacía en su tierra para ausentarse el tiempo necesario y devolver la alegría y tranquilidad a sus paisanos: la figura del Cristo del pueblo había sufrido el paso de demasiados años y su imagen hacía cada vez más evidente la necesidad de ser arreglada, algo que no podía hacerse en Etla por ser labor exclusiva de artesanos especialistas que sólo se encontraban en la Ciudad de México.
Dos mayordomos y un burro con la figura del Cristo al lomo se dieron a la tarea de recorrer los caminos que los llevarían a la capital, trayecto en el cual se sintieron confiados de no ser víctimas de mañosos amantes de lo ajeno pues nadie, en sano e insano juicio, se atrevería a atacar a los portadores de una imagen tan reverenciada. Tras varios días de subir y bajar montañas, recorrer llanos, cruzar ríos y pasar entre volcanes llegaron al Valle de México por Iztapalapa, lugar en el que decidieron descansar en la falda de un cerro, el Huizachtepetl –cuyos árboles, los huizaches, olían a miel– que hoy conocemos con el nombre de Cerro de la Estrella.
Los mayordomos colocaron la figura junto a un árbol y ahí pasaron la noche para temprano en la mañana continuar con el último trayecto que los dirigiría a su comisión. Al despertar, aquella confianza en no ser víctimas de los mañosos virreinales se perdió al percatarse de la desaparición del Cristo. Lo buscaron durante un rato hasta que decidieron pedir ayuda a los iztapalapenses que, sin dudar, se dieron a la tarea de ampliar la búsqueda en el campo, templos e, incluso, dentro de las viviendas. No tuvieron éxito, el Cristo había desaparecido.
A lomos del burro regresaron a Etla a dar la triste –e inexplicable– noticia. No hubo frijoles que los reconfortaran, ni a ellos ni a sus paisanos. Pasaron los días hasta que un sacerdote se percató de que un pastor se dirigía todas las tardes con un ocote en la mano en dirección a una cueva del cerro. Al preguntarle sobre su hábito respondió que dentro de una gruta había encontrado la figura de Cristo, y para evitar que pasara la noche a oscuras le prendía el ocote. La noticia corrió y con ella la duda de estar ante un milagro, por lo que los habitantes más notables de Iztapalapa acudieron a la cueva donde dedujeron que aquel Cristo era el mismo que habían perdido los mayordomos de Etla a quienes, por medio de una comisión, se les informó sobre el hallazgo.
No fueron muchas las semanas que pasaron para que los etleños regresaran al sitio donde habían perdido hasta las ganas de comer e intentaran volver a subir la figura al burro y concluir con su diligencia, pero no hubo manera: el Cristo parecía haber ganado peso, tanto que ni la fuerza de hombres y bestias pudieron moverlo. La señal era clara: la imagen había encontrado el lugar en el que quería quedarse y eso era algo que tenía no sólo que respetarse, sino que celebrarse.
El señor de la Cueva no se movió de ahí hasta que se construyó una ermita en su honor, y en 1833, cuando una epidemia de cólera azotó al país y causó una terrible mortandad en Iztapalapa, cientos fueron a pedirle que acabara con la enfermedad. Al tercer día cesaron las muertes y con ello comenzó la tradición, como agradecimiento, del viacrucis en Iztapalapa, siendo la cuevita el escenario de la última cena y el Calvario, justo en el mismo sitio en el que está sepultado Mixcóatl, ahí donde los antiguos mexicanos celebraban cada 52 años el fuego Nuevo, y en el que hoy la vida misma se convierte en sacrificio a través de una representación.