Alguna ocasión escuché una frase que no sé si me benefició o me ha perjudicado, pero de cualquier modo se me grabó para los restos: “Si contentarse con poco es difícil, conformarse con mucho resulta imposible”. Y sí, todo indica que a más logros y posesiones, más deseos de continuar acumulándolos o de aumentarlas, incluidos algunos toreros exitosos enemigos de especular.
En cuanto a la justicia, ese inmemorial afán humano por sobrevivir en un frágil contexto de derecho, razón y equidad, no se trata sino de otro esperanzado constructo de la mente, otra teorización más o menos bien intencionada de dar a cada quien lo que le corresponda como condición necesaria para vivir en paz y procurar el bien común. De ese tamaño es la ilusión y el anhelo incumplido del grueso de la humanidad, no se diga de la torería.
Entonces, ¿qué necesidad tenía el diestro extremeño Emilio de Justo de encerrarse con seis toros en la plaza de Las Ventas, luego de haber triunfado el año anterior en ese mismo escenario, en Sevilla y en otros cosos? ¿Reforzar su paso ascendente y demostrar su capacidad de convocatoria? ¿Convertirse de una buena vez en la figura que ha soñado, tras una década de verse relegado? ¿Poner a la vista la comodidad en la que han caído los compañeros que figuran? ¿O sólo jugarse la vida “como si suya no fuera”?
Alejado de la comodidad que ofrece el toro de la ilusión, ese de las ganaderías comerciales, tan solicitado, que confunden la embestida docilona con la bravura y el toreo bonito con el arte de la lidia, Emilio de Justo, a sus 39 años, se alcanzó la puntada de escoger seis toros con edad y trapío de otros tantos hierros, congruente con su convicción de hacerle fiestas a reses de distintos encastes, no únicamente a los que “se prestan para el lucimiento”, frase confirmadora de las extendidas limitaciones técnicas de la tauromaquia posmoderna. Fue un encierro compuesto por uno de Pallarés; uno de Victorino; otro de Victoriano del Río; uno de Palha, y un castaño de Parladé. Todos con edad y trapío.
Y de Justo, que casi llenó la plaza de Las Ventas, escuchó en el tercio una sonora ovación por su hombrada, luego recibió por verónicas a un precioso cárdeno de nombre Romano, de Pallarés, con 553 kilos, amplia caja y muy serio de cara, que acudió de largo al caballo en dos ocasiones, la segunda rompiendo la vara, que al sacarlo de la suerte se dio una vuelta de campana o maroma tras clavar los pitones en la arena. Y como ante un auténtico toro los toreros auténticos se crecen, los subalternos José Chacón y Jesús Arruga se desmonteraron tras banderillear a este Romano, sin más imperio que su bravura y sus pitones.
Con la muleta, Emilio, rebosante de afición, sin preámbulos inició la faena en los medios con naturales de buen trazo, habida cuenta de que el lado bueno del toro era el izquierdo. Añadió más tandas y luego, con pundonor, se pasó la muleta a la diestra, aguantando en serio una embestida menos clara. Vinieron más naturales, trincherillas con la zurda y asomó ese “seguro azar del toreo” en quien de verdad se compromete. Ensimismado y extasiado, se tiró a matar por derecho, dejando una estocada entera en lo alto, siendo prendido y volteado aparatosamente, cayendo con el cuello.
Cuando el toro −la bravura no perdona− hacía de nuevo por Emilio, el capote oportuno de José Chacón lo salvó de otra cogida. Ya no regresó de la enfermería, donde se le apreció la fractura de dos cervicales. Una mayoritaria petición obligó a la autoridad a conceder una oreja y, en su convalecencia, este hombre ya reflexionará si quiere ser “como los mejores” o seguir siendo él mismo.