Mañana, 18 de abril de 2022, a las 11 de la mañana, la Universidad César Vallejo de Perú me concederá el doctorado honoris causa en su aula mayor. Para agradecer este sorpresivo e inmerecido honor escribí las siguientes líneas:
César Vallejo padeció todas las guerras del alma y del cuerpo, sufrió todas las derrotas, las del pasado de Perú, las que habría de librar en su patria y las que habrían de quitarle el sueño en París mientras escuchaba el fluir de las aguas del Sena.
Todos deseamos vivir en París, enamorarnos en París, triunfar en París, tirarnos del puente Mirabeau al río Sena en París, pero César Vallejo lo cumplió a cabalidad en los brazos de sus heraldos negros que imaginó como arcángeles del mal cuyas grandes alas reverberan con la negrura de la desesperación que todos sentimos en algún momento de nuestra vida.
Vallejo murió el 15 de abril de 1938 en París después de varias tristezas. Padeció inviernos de pobreza y años de cansancio y soledad, pero logró escribir a la mitad de la noche del año de 1918 “Los heraldos negros”, y cuatro años más tarde, en 1922, Trilce, palabras de diamante en la oscuridad de la noche.
“Nací un día que dios estuvo enfermo.” Esta triste denuncia lo lanzó al vanguardismo; es decir, a la libertad y a la innovación.
Santiago de Chuco, su lugar de nacimiento, era un pueblo cuyas casas bajan como un rebaño de Los Andes, en la que 10 hermanos, hombres y mujeres, vieron crecer al niño César, el menor, el benjamín, quizás el más sorprendente e inquieto.
Personalmente, casi no conozco Perú, porque sólo vi el zócalo, muy parecido al de México, entre una carrera y otra. Me recordó a las iglesias que nos impusieron los conquistadores y a sus confesionarios ennegrecidos de pecados mortales. También la riqueza de unos cuantos y la pobreza de muchos me remitió a México. Recuerdo una anécdota de un diplomático mexicano en Lima que seguramente César Vallejo habría suscrito. En un restaurante, un mexicano llamó a un mesero: “¡Caballero!”, para pedirle algún platillo, y sus compañeros de mesa le llamaron la atención: “Aquí en Perú, no se llama ‘caballero’ a un mesero”. El mexicano repuso de inmediato: “Pues en México puede llamarse caballero a cualquiera hasta que demuestre lo contrario”.
Esta pequeña anécdota seguramente le habría gustado a César Vallejo.
Los niños pobres, como César Vallejo, que reciben una formación religiosa, quedan marcados de por vida. Además de obediente y humilde, Vallejo fue un estudiante ávido de saber.
A César Vallejo su pobreza no le impidió abandonar su universidad en Trujillo e irse a París. “Saber más es ser más libre”. Atravesó el océano sin un centavo y durmió en bancas de algún parque en París, dejado de la mano de Dios. Escondió su hambre en el Bois de Boulogne y en el parque de Montsouris. Resulta conmovedor verlo muy bien trajeado, muy formal, sentado en una banca de los Champs Elysées. ¿Cómo hizo para evitar a los gendarmes, quienes lo protegieron, porque adivinaron (ellos que suelen ser más bien espesos) que el mal francés de ese peruano singular escondía algo que iba más allá de sus prejuicios? “¿Batallas? ¡No! Pasiones. Y pasiones precedidas de dolores con rejas de esperanzas, de dolores de pueblos con esperanzas de hombres, ¡muerte y pasión de paz, las populares!”.
¿Cómo pudo sobrevivir Vallejo? ¿Cómo pudo ir de Francia a España? Lo ayudó sobre todo Georgette, quien lo acompañó a España. ¿Cómo pudo desplazarse, si moría de hambre? “¡Melancolía, deja de secarme la vida y desnuda tu labio de mujer!”
Dicen que Vallejo era feo. En la única fotografía que tengo de él, sentado en una banca del parque de La Salamandra, cruza una pierna sobre otra y la raya de su pantalón se mantiene impecable. De haber sido yo salamandra me habría detenido en el cuello de su camisa blanca y él me habría espantado con la mano. A lo mejor, con un golpe certero me habría encarcelado bajo su sombrero negro.
Por las escasas fotografías suyas en las que aparece sentado bajo un árbol o caminando por los Champs Elysées o en el parque Monceau ninguna tan impactante como la de él mismo frente a la puerta de Brandeburgo. En contra de lo que Vallejo decía de sí mismo opongo mi apreciación femenina y me uno a las muchas mujeres que amaron su poesía y compartieron sus penurias. Vallejo amó a varias Georgettes, Suzettes, Odettes y como mi madre se llamó Paulette, pienso que también pudo enamorarse de ella y escribirle un poema de amor desesperado. Paulette era hermosa y antes de convertirse en Poniatowska, su apellido de soltera fue “Amor”.
Ahora que he leído del desistimiento de César Vallejo en París, pienso que podría ser uno de esos intelectuales que se cubren la cara con un periódico y esconden sus zapatos debajo de su asiento para que nadie se los robe.
¿Qué clase de poesía se escribe en regiones del pensamiento tan devastadas como las de Vallejo? “Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! / Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, / la resaca de todo lo sufrido /se empozara en el alma… ¡Yo no sé!”
De niña, al borde del Sena, vi pasar las lentas péniches que se dirigen sin saber al Canal de la Mancha que desemboca en el océano Atlántico. Ahora leo que César Vallejo escribió: “Vengo a verte pasar todos los días, / vaporcito encantado siempre lejos… / Tus ojos son dos rubios capitanes; / tu labio es un brevísimo pañuelo / rojo que ondea ¡en un adiós de sangre! / Vengo a verte pasar; hasta que un día, / embriagada de tiempo y de crueldad, / vaporcito encantado siempre lejos, / la estrella de la tarde partirá!”
También de niña en París, a pesar de advertencias y prohibiciones, pude recorrer los márgenes del río Sena y seguir al agua lenta y pesada que tanto atrae a los suicidas. Más tarde, memoricé el poema de Apollinaire que también vivió el hechizo del agua y la hizo pasar bajo el puente Mirabeau. Años antes que Vallejo, un balazo de metralla lo hirió y salió de la Primera Guerra Mundial con la cabeza vendada, poseído por sus alcoholes y sus caligramas.
En la gran verdad de los poetas siempre hay agua, las embarcaciones zarpan, los trasatlánticos se hunden con nuestras ilusiones así como el Titanic.
En el agua que rodea a los cinco continentes se deslizan los poemas del mundo y van de un país a otro, y por eso mismo Vallejo se embarcó de Perú a Francia. “Me moriré en París con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo. / Me moriré en París –y no me corro– / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño”.
El otoño de esta mexicana premiada con el doctorado honoris causa de la Universidad César Vallejo se cubre con las alas de las gaviotas al recibir “emocionada, emocionada”, como diría Vallejo, el honor que hacen en su nombre y que recibo como un ramo de sagradas flores de cantuta, a las que sabré regar con el agua de los ríos mexicanos en los que he abrevado desde niña.