Estamos viviendo experiencias especiales que bordean lo asombroso. Finalmente, después de muchas vicisitudes se inauguró el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles (AIFA), el pasado 21 de marzo. Pocas obras han tenido que superar tal número de obstáculos, en su mayoría fruto de la inventiva opositora: un cerro que tozudamente se las arreglaba para impedir el despegue de los aviones; la supuesta interferencia insuperable entre los vuelos del nuevo aeropuerto y los del AICM; una torre de control con complejo de Pisa por su penosa inclinación, que ilustraba la ineptitud de los constructores; más de una centena de amparos interpuestos por equipos de abogados especialmente integrados para torpedear uno de los proyectos estrellas de la 4T, entre otras calamidades. Según se anunciaba con énfasis, todo ello haría imposible su conclusión. Pero ninguno de esos escollos impidió que fuera terminada y que el Presidente se anotara un triunfo rotundo.
La obra misma nació signada por la confrontación con los poderes de todo tipo que se agrupaban en torno a otro proyecto: el que se estaba levantando en Texcoco. Era una obra faraónica por sus ostentosos detalles arquitectónicos y una aberración ecológica por su ubicación en un lago. Era parte de un fabuloso negocio, concebido para enriquecer a varias generaciones de negociantes cobijados por el poder. El choque con la visión y el proyecto de AMLO fue inevitable y el desenlace previsible.
Como ha ocurrido con otros emprendimientos de López Obrador, los sectores opositores extremaron su vigilancia crítica. Justo el día de la inauguración ocurrió un hecho que, en otra circunstancia, habría pasado desapercibido. Una emprendedora popular (Guadalupe Piña) decidió aprovechar la oportunidad para instalar su puesto de venta de comida en las afueras de la terminal aérea, con gran acogida. Los críticos creyeron encontrar el hecho ilustrativo que andaban buscando, la exacta presencia inapropiada que permitía catalogar el conjunto de la obra como indigna, de baja calidad. ¿Cómo era posible que en un aeropuerto se vendieran tlayudas (doraditas, en realidad), con el censurable regocijo de los presentes? ¿Acaso no era esa la mejor prueba de que el nuevo aeródromo no cumplía con las pautas y características que se esperarían de un aeropuerto internacional como “el que merecemos” los mexicanos?
Era una opinión cargada de clasismo. Pero, además, apegada a lo que el proceso globalizador terminó por asentar como la forma canónica y aceptable de lo que deben ser las terminales aéreas. Se ajusta a lo que el antropólogo Marc Augé bautizó como los “no lugares” ( Los no lugares: espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad). ¿Qué es un no lugar? Es un espacio –explica Augé– “que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico”. La sobremodernidad neoliberal es productora de estos “espacios que no son en sí lugares antropológicos”, sino ámbitos de “la individualidad solitaria”. Desde los aeropuertos hasta los supermercados, se imponen “a las conciencias individuales experiencias y pruebas muy nuevas de soledad”. Mientras “los lugares antropológicos crean lo social orgánico, los no lugares crean la contractualidad solitaria” y las comunidades pasajeras.
En suma, lo característico del no lugar es que “no crea ni identidad singular ni relación, sino soledad y similitud”, pues allí no se construye la historia, sino que “reinan la actualidad y la urgencia del momento presente”. Asimismo, “sólo tiene que ver con individuos (clientes, pasajeros, usuarios, oyentes)” que no están “socializados ni localizados […] más que a la entrada y a la salida”. El no lugar es “lo contrario de la utopía: existe y no postula ninguna sociedad orgánica”, o sea, es incapaz de construir sociedades sólidas.
El propósito de superar los no lugares y sus seudocomunidades instantáneas, requiere aportar potentes contenidos identitarios. Es, podría decirse, la nueva contratendencia. Los ingenieros y diseñadores del aeropuerto Felipe Ángeles tuvieron la sabiduría o la intuición de incluir elementos distintivos que aportaron peculiaridad cultural al conjunto. Es el caso de los baños con decoración basada en figuras del cine nacional (como María Félix) o inspirada en prácticas con gran arraigo popular (la lucha libre y sus personajes emblemáticos). Eso fue un gran acierto que atenuó la condición de frío “no lugar” del AIFA. Y la iniciativa de doña Guadalupe no sólo no fue inoportuna, sino un elemento adicional que abonó a darle identidad y sentido relacional a la terminal. De ahí su éxito.
De este modo, lo que algunos comentaristas opositores señalaron como un factor que desmerecía el aeropuerto, fue visto y apreciado como positivo por muchos ciudadanos, incluyendo al Presidente. No hay duda de que estamos asistiendo a la superposición de dos visiones del mundo, al desencuentro de dos perspectivas culturales. Y una de ellas no está conectando con las mayorías del país.
* Presidente del Congreso de la CDMX
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