La polarización política es hoy moneda corriente. La crisis financiera de 2008-09 parece haber roto la ilusión programática de los países avanzados, al poner en entredicho la narrativa según la cual, una economía capitalista de libre mercado, sumada a un sistema democrático sólido basado en instituciones, era suficiente para asegurar la prosperidad de un país.
Desde entonces el mundo atraviesa un proceso de radicalización de las agendas políticas que han hecho estallar el centro del espectro prescribiendo de paso su efectividad electoral. Revisando en perspectiva, la presidencia de Donald Trump en Estados Unidos y el referendo del Brexit en Reino Unido, anunciaban ya la incapacidad del sistema establecido por muchas décadas para procesar las tensiones internas de manera tradicional. Los electorados de países, que hasta entonces eran el estandarte del diálogo democrático y mesurado, no sólo optaron por cambiar las reglas del juego, sino por cambiar el juego mismo.
El ascenso de los populismos ultranacionalistas en los rincones de Europa y alternancia constante entre izquierda y derecha en América Latina nos confirman que, lejos de ser un accidente, estamos frente a una inevitable nueva forma de hacer política. No es casual que, tanto en Estados Unidos como en Reino Unido, Steven Bannon y Dominic Cummings, hayan optado por utilizar big data no para medir las preferencias del electorado, sino para maquilarlas mediante la polarización.
No es ningún secreto que las redes sociales han sido instrumentalizadas para producir una experiencia informativa personalizada, que no contribuye a informar al individuo, sino a confirmar ideas prestablecidas, fomentando que las personas se sientan ligadas al grupo de gente al que pertenecen, y a ignorar al resto de la sociedad. Lo que no es tan evidente es cómo dichas estrategias han socavado el diseño institucional creado durante gran parte del siglo XX.
Utilizando el lenguaje marxista, se puede decir que hoy estamos ante una patente contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. Dicho de otro modo, las instituciones jurídicas, sociales y morales no son capaces de regular las maneras en que la sociedad contemporánea y su economía generan valor. Esto es, las tecnologías de la información aplicadas primero a procesos industriales y financieros, y posteriormente socializadas mediante las redes, sobrepasan por mucho el sistema político-jurídico que pretende normarlas.
La primera consecuencia, o quizá sólo la más visible, de este proceso, la encontramos en la implosión del sistema neoliberal. La interconexión comercial, establecida a partir de la última década del siglo XX, ha mostrado su rostro menos amable en la desigualdad y la destrucción de la clase media de países desarrollados. En atención a las presiones políticas causadas por esta crisis, la epidemia de opioides y la migración, por ejemplo, Estados Unidos y Reino Unido optaron por el radicalismo de Trump o por abandonar la Unión Europea. La guerra comercial adoptada contra China, la renegociación de T-MEC obedecen a esta lógica. La pandemia y la disrupción global de las cadenas de valor sólo confirmaron la idea de que la dependencia comercial quizá no era tan buena idea.
La socialdemocracia, hasta entonces considerada como la única opción viable, cedió su posición política ante una izquierda más aguerrida que propone una agenda tajante que argumenta en favor de mayor influencia del Estado en materia económica, de derechos humanos y ambiente. La sindicalización de los trabajadores de empresas como Amazon y Starbucks confirman una tendencia hacia una mayor colectivización de la economía.
Ante el hartazgo y la polarización, el centro político ha quedado inhabilitado como opción, en consecuencia, la frecuencia del péndulo que va entre derecha e izquierda, se ha acortado, produciendo movimientos que, como en Europa, incluso rayan en el fascismo.
La volatilidad del sistema político global hoy se encuentra exacerbada por la guerra ruso-ucrania, que muchos perciben como el choque entre dos sistemas de valores; la elección francesa, que promete tener consecuencias para el desarrollo del conflicto bélico y la inflación, que promete agravar las condiciones de millones de seres humanos y con ello radicalizar aún más la agenda pública.
La pérdida del centro político da cuenta de la falta de capacidad del sistema para adaptarse a los tiempos que corren. Ciertamente en una época dominada por la polarización y la ideología, el centro parece una opción mediocre y administrativa que carece del vigor discursivo para apelar a las masas. No obstante, cabe señalar que al perder el centro político se sacrifica con él, el pragmatismo y toda una gama de soluciones posibles que permiten la estabilidad social.
Al hacer del centro un lugar electoralmente inhabitable se le cierra el paso al diálogo democrático, pero, peor aún, se conjura la posibilidad de institucionalizar las decisiones políticas que buscan resolver los grandes retos que hoy enfrentamos. Tarde o temprano correr hacia el centro no sólo será una opción, sino una necesidad radical.