En la siguiente entrevista, el renombrado académico y disidente Noam Chomsky analiza si Vladimir Putin puede ser juzgado por crímenes de guerra a la luz de la creciente evidencia que trae a la mente las atrocidades cometidas por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Indicios recientes muestran que también las fuerzas ucranias se han involucrado en crímenes de guerra al dar muerte a soldados rusos capturados.
–La guerra en Ucrania ha convertido a Rusia en un Estado paria en toda Europa y Norteamérica, pero Moscú continúa recibiendo apoyo de muchos países en el Sur global. La relación estratégica entre Rusia y China parece volverse más fuerte, aunque ambos países se han identificado entre sí como factores importantes para mantener el orden y la estabilidad en un “mundo emergente policéntrico” desde mucho antes de Putin y Xi Jinping. De hecho, el ministro ruso del exterior, Sergéi Lavrov, después de una reunión reciente con su contraparte chino, expresó que los dos países trabajan juntos hacia un nuevo orden mundial, un nuevo “orden democrático mundial”. ¿Ese nuevo mundo enfrenta a los países del Norte global contra los del Sur global? ¿Y qué le parece esa afirmación de que Rusia y China trabajan juntos para promover “un nuevo orden democrático mundial”? Para mí, la idea de dos estados autocráticos trabajando para promover la democracia en el mundo me parece una mala broma.
–La idea de que Rusia y China promuevan un “orden democrático mundial” es, desde luego, ridícula. Lo harán en buena medida del mismo modo en que Estados Unidos trabajaba para “promover la democracia” en Irak, con el objetivo de la invasión que el entonces presidente Bush anunció cuando quedó claro que la “única pregunta” –¿abandonará Saddam Hussein su programa de armas nucleares?– había recibido la respuesta incorrecta. Con raras excepciones, la clase intelectual y la mayoría de los académicos se pusieron firmes y proclamaron con vigor la nueva doctrina, como supongo ocurre hoy también en Rusia y China.
Como mostraron las encuestas organizadas por Estados Unidos, a los estadunidenses embelesados por los “nobles” objetivos proclamados se les unieron incluso algunos iraquíes: uno por ciento de los encuestados. Cuatro por ciento pensaban que Estados Unidos invadía para ayudar a los iraquíes. El resto concluía que, si las exportaciones de Irak hubieran sido espárragos y pepinillos, y el centro de la producción global de petróleo estuviera en el Pacífico Sur, Estados Unidos no habría invadido.
No pretendo tener conocimiento experto, pero, según mi experiencia en pasadas semanas con el Sur global –medios, muchas entrevistas y reuniones, muchas discusiones personales–, no me parece muy acertado decir que apoya a Moscú, excepto en el sentido de que Moscú recibe apoyo de las potencias occidentales que le siguen pagando por productos petroleros y alimentos (probablemente por ahora la fuente de las principales ganancias de Rusia por exportaciones).
Mi impresión es que el Sur global ha condenado enérgicamente la invasión rusa, pero ha preguntado: “¿Qué tiene de nuevo?” La reacción general a la dura condena de Biden a Putin por ser un criminal de guerra parece ser algo así: se necesita uno para conocer a otro. Estamos de acuerdo en que Putin es un criminal de guerra y, como criaturas de la Ilustración, adoptamos el principio kantiano de la universalidad que es desdeñado por Occidente, a veces con rabiosas acusaciones de que se busca justificar la conducta de uno con las vergüenzas del otro.
No es fácil, después de todo, que las personas del Norte global –y, cada vez más, del Sur global– se impresionen con la “indignación moral” de intelectuales occidentales que hace apenas unos años, cuando todos los hechos horribles se conocieron, aplaudían con entusiasmo el éxito de la invasión de Irak, escupiendo frases piadosas sobre nobles intenciones que habrían avergonzado al más abyecto burócrata soviético. Y apenas podemos imaginar la reacción cuando leían la piadosa invocación del juicio de Nuremberg por los editores del New York Times, que apenas comienzan a reconocer que “iniciar una guerra de agresión, por lo tanto, no es sólo un crimen internacional: es el supremo crimen internacional, diferente de otros crímenes de guerra sólo en cuanto contiene en sí mismo la maldad acumulada de todo el hecho”. La maldad acumulada incluye la instigación del conflicto étnico que ha desgarrado no sólo a Irak, sino a toda la región, los horrores del Isis y mucho más.
No es eso, por supuesto, lo que los editores tienen en mente. Los crímenes internacionales supremos que ellos han apoyado durante 60 años de algún modo escaparon al juicio de Nuremberg.
Si bien en el Sur global se aprecia el hecho de que después de tanto tiempo los intelectuales y la clase política de Occidente comienzan a percibir que los agresores pueden cometer crímenes abominables, el parecer es que quizá lo hacen un poco tarde y de una manera curiosamente sesgada, como se ha sabido por una larga experiencia. También se percibe que los occidentales consumidos de indignación moral por los crímenes de los enemigos siguen siendo capaces de mantener su silencio usual cuando sus propios líderes cometen crímenes terribles ahora mismo: en Afganistán, Yemen, Palestina, Sahara Occidental y tantos otros lugares donde podrían actuar de inmediato, y con rapidez, para mitigar o poner fin a esos crímenes.
Volvamos a la “relación estratégica entre Rusia y China”. Cierto, parece fortalecerse, aunque no es una realmente una sociedad. La corrupta cleptocracia rusa puede proveer materias primas y armas avanzadas al sistema económico que Pekín establece sistemáticamente en toda la tierra firme de Asia, llegando también a África y Medio Oriente, y por ahora incluso a los dominios estadunidenses en América Latina. Pero no hay mucho más. Es probable, me parece, que el papel de Rusia en esta sumamente desigual relación disminuya después de que Putin ha entregado a Europa en bandeja de plata al sistema “atlanticista” manejado por Estados Unidos, un regalo de sustancial importancia, como hemos examinado en otras ocasiones.
–¿Puede China ayudar a detener la guerra en Ucrania? De ser así, ¿qué detiene a Pekín de usar su influencia sobre Moscú para que se alcance un acuerdo de paz en Ucrania?
–China podría actuar para promover las perspectivas de un acuerdo de paz negociado en Ucrania, pero parece que los líderes chinos no ven ventaja alguna en hacerlo.
El “sistema de información” chino parece conformarse en gran parte a la línea de propaganda rusa. Pero, en términos más generales, no parece diferir mucho de una postura bastante común en el Sur global, ilustrada gráficamente por el mapa de sanciones. Los estados que secundan las sanciones contra Rusia están en la Anglosfera y en Europa, además de Japón, Taiwán y Corea del Sur. El resto del mundo condena la invasión, pero en general se mantiene al margen.
Eso no debería sorprendernos. No es nada nuevo. Recordamos bien que la invasión de Irak no recibió apoyo global. Menos conocido es el hecho de que ocurrió lo mismo con la invasión estadunidense de Afganistán después del 11-S. Unas semanas después de la invasión, una encuesta internacional hizo la siguiente pregunta: “Una vez que se conozca la identidad de los terroristas (del 11-S), ¿debe el gobierno estadunidense lanzar un ataque contra el país o países donde los terroristas tienen sus bases, o debe el gobierno estadunidense buscar la extradición de los terroristas para someterlos a juicio?”
La redacción refleja el hecho de que no se conocía la identidad de los implicados. Incluso ocho meses después, en su primera conferencia de prensa, el director de la FBI, Robert Mueller, sólo podía afirmar que Al Qaeda era sospechosa del crimen. Si la encuesta hubiera preguntado por la política real de Estados Unidos, el muy limitado apoyo sin duda habría sido aún menor.
La opinión mundial favorecía abrumadoramente las medidas diplomáticas y judiciales sobre la acción militar. La oposición a la invasión era particularmente fuerte en América Latina, que tiene algo de experiencia con la intervención estadunidense.
La “prensa libre” evitó que los estadunidenses se enteraran de la opinión internacional. Por consiguiente, fue capaz de proclamar que “la oposición (a la invasión) se limitaba sobre todo a las personas que se oponen por reflejo al uso estadunidense del poder”.
Al parecer, son bastantes los que padecen este mal. La opinión global de hoy no debería ser gran sorpresa.
La falta de disposición de China a dedicar sus esfuerzos a un acuerdo negociado del conflicto en Ucrania merece crítica, pero no parecería apropiado que esa crítica proviniera de estadunidenses. Después de todo, China se adhiere a la política oficial de Washington. En términos simples, esa política es “pelear hasta el último ucranio por la independencia de Ucrania”, sin ofrecer forma alguna de salvar a Ucrania de más tragedias. Aún peor, la política actual socava esas esperanzas al informar a Putin que no hay más que dos caminos: o La Haya o seguir con la destrucción de Ucrania.
La cita y las opiniones que se acaban de parafrasear son de uno de los diplomáticos estadunidenses más astutos y respetados, el embajador Chas Freeman, quien en seguida enumera las opciones y nos hace recordar la historia.
Como cualquiera que se preocupe lo mínimo por el destino de los ucranios, el embajador Freeman reconoce que la única alternativa a la destrucción rusa de Ucrania –misma que, puestos de espaldas contra la pared, Putin y su estrecho círculo de siloviki pueden lograr– es un acuerdo negociado que será desagradable, pues ofrecerá una salida a los agresores. También se remonta en la historia más que nosotros en nuestros análisis anteriores, hasta el Congreso de Viena de 1814, que siguió a las guerras napoleónicas. Metternich y otros líderes europeos, observa, “tuvieron el buen sentido de reincorporar a (la derrotada) Francia a los consejos gobernantes europeos”, pasando por alto su virtual conquista del continente. Ello condujo a un siglo de paz sustancial en Europa, que durante mucho tiempo había sido la parte más violenta del mundo. Hubo algunas guerras, pero nada igual a las precedentes. Ese siglo de paz terminó con la Primera Guerra Mundial.
Freeman continúa recordándonos que los vencedores en esa guerra no tuvieron el buen sentido de sus predecesores. “Los vencedores –Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia– insistieron en excluir a Alemania de tener un papel en los asuntos europeos, al igual que a la recién formada Unión Soviética. El resultado fueron la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría”.
Como hemos visto antes, un tema dominante en toda la guerra fría fue el estatus de Europa: ¿debería subordinarse a Estados Unidos dentro del marco atlanticista de la OTAN, como prefería Washington? ¿O debería convertirse en una “tercera fuerza” independiente según líneas gaullistas, acomodando a Rusia dentro de una Europa sin alianzas militares desde el Atlántico a los Urales?
La pregunta surgió con fuerza cuando la Unión Soviética colapsó y Mijail Gorbachov esbozó la visión de un “hogar común europeo”, sin alianzas militares, desde Lisboa a Vladivostok. En forma limitada, el concepto fue revivido por el presidente francés Emmanuel Macron en sus recientes comunicaciones fallidas con Putin.
Si hubiera habido en el Kremlin alguien parecido a un estadista, habría saltado ante la oportunidad de explorar algo parecido a la visión de Gorbachov. Europa tiene sólidas razones para establecer relaciones cercanas con Rusia, que vayan desde el comercio hasta la seguridad. Sólo podemos especular si esos esfuerzos hubieran tenido éxito y evitado la tragedia de Ucrania. La respuesta sólo se hubiera encontrado intentándolo. En cambio, los hombres de línea dura en Moscú optaron por la violencia, agravando su agresión criminal con tonterías contraproducentes.
La concepción de Gorbachov tenía cierto apoyo parcial en Estados Unidos dentro del marco de la Asociación para la Paz, iniciativa de Washington que pretendía proporcionar un sistema cooperativo de seguridad con una relación limitada con la OTAN. El embajador Freeman, que tuvo un papel significativo en establecerla, describe su destino en palabras dignas de prestarles atención:
“Lo que ocurrió en 1994, que era un año de elecciones intermedias, y 1996, año de elecciones presidenciales, fue interesante. William Clinton hablaba con los dos lados de la boca. Decía a los rusos que no tenía prisa por añadir miembros a la OTAN y que nuestra ruta preferida era la Sociedad para la Paz. Al mismo tiempo insinuaba a las diásporas étnicas de países rusofóbicos de Europa oriental –y, por cierto, es fácil entender su rusofobia, dada su historia– que no, de ninguna manera, que íbamos a meter a esos países a la OTAN tan rápido como fuera posible. Y en 1996 hizo explícita esa promesa. En 1994 provocó un exabrupto de Boris Yeltsin, entonces presidente de la Federación Rusa. En 1996 recibió otra y, pasado ese tiempo, cuando Putin llegó, éste protestaba con regularidad porque la OTAN se ensanchaba en formas que hacían a un lado los intereses defensivos de Rusia. Así pues, no debería haber sorpresa en esto. Durante 28 años Rusia había estado advirtiendo que reaccionaría en algún momento, y lo ha hecho, en forma muy destructiva, tanto para sus propios intereses como en términos de las perspectivas de paz en Europa.
Nada de esto es excusa para la invasión de Putin, enfatiza Freeman. Pero es importante entender que “había en Estados Unidos personas que proclamaban con triunfalismo el fin de la guerra fría… eso les permitió incorporar a todos los países hasta las fronteras de Rusia y más allá, pasando las fronteras en el Báltico, hacia una esfera de influencia estadunidense. Y, en esencia, propusieron una esfera global de influencia para Estados Unidos modelada según la Doctrina Monroe. Y eso es en gran medida lo que tenemos”.
Los líderes rusos toleraron que Clinton violara el firme compromiso con Gorbachov de no extender a la OTAN más allá de Alemania oriental. Incluso toleraron las provocaciones posteriores de George W Bush y las acciones militares que golpearon directamente los intereses rusos, realizadas en forma humillante para Rusia. Pero Ucrania y Georgia eran líneas rojas. Eso se entendía con claridad en Washington. Como indica Freeman en seguida, no era probable que ningún gobernante ruso tolerara la expansión de la OTAN hacia Ucrania que comenzó después del “golpe de 2014, realizado para prevenir la neutralidad de un gobierno pro ruso en Kiev, y remplazarlo con un gobierno pro estadunidense que traería a Ucrania a nuestra esfera… Así pues, desde más o menos 2015 Estados Unidos ha estado armando y entrenando a ucranios contra Rusia”, tratando de hecho a Ucrania como “una extensión de la OTAN”.
Como hemos visto, esta postura se hizo política explícita de Biden en su declaración oficial de septiembre de 2021, que fue un posible factor en la decisión rusa de llegar a la agresión directa unos meses después.
De manera crucial, repetimos, la actual política estadunidense es “pelear hasta el último ucranio” sin ofrecer una forma de salvar a Ucrania de una tragedia posterior, y de hecho socavando esa esperanza al informar a Putin que no tiene salida: es La Haya o continuar con la destrucción de Ucrania.
Es posible que China esté relativamente satisfecha con el curso de los acontecimientos. Muy probablemente es lo mismo en Washington. Los dos han ganado con la tragedia. Y la euforia entre los productores de armas y combustibles fósiles es inocultable a medida que encabezan la marcha hacia una catástrofe indescriptible, subrayada en términos vívidos por el informe del Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático del 4 de abril.
–La posición de Turquía sobre la guerra en Ucrania es mantener la neutralidad y actuar como mediadora en la crisis. ¿Puede Turquía mantener ese acto de equilibrista puesto que, según sabemos, ha estado suministrando asistencia militar a Ucrania desde 2019 y está alineada a la visión geoestratégica de Washington con respecto a Ucrania?
–Turquía ha tenido una postura ambigua en los asuntos mundiales durante muchos años. Es miembro de la OTAN, pero la Unión Europea ha rechazado sus solicitudes de membresía, por cuestiones de derechos humanos. En la década de 1990 fue de hecho responsable por crímenes horrendos: su masivo estado de terror contra la población kurda, que dejó decenas de miles de muertos, 3 mil 500 ciudades y poblados destruidos, un éxodo de cientos de miles de personas desde las regiones kurdas devastadas hacia barrios miserables en Estambul. Esos crímenes fueron en su mayoría callados por la “prensa libre”, tal vez porque Clinton enviaba armas a Turquía, cada vez más mientras las atrocidades aumentaban. Turquía se volvió el principal receptor de ayuda militar estadunidense (aparte de Israel-Egipto, una categoría aparte), extendiendo una relación muy estrecha entre los abusos de derechos humanos y la ayuda estadunidense que se remonta muy atrás, pero que de algún modo no desmerece su muy elogiada nobleza.
Hacia el año 2000, los crímenes del Estado turco disminuyeron, y en los años siguientes la situación mejoró notablemente, cosa que pude atestiguar en persona, con mucho aprecio. Hacia 2005, bajo el gobierno cada vez más duro del presidente Recep Erdogan, el progreso se detuvo y se revirtió. Eso pudo haber sido en parte una reacción a la continua negativa de la Unión Europea a aceptar su membresía, haciendo caso omiso de los grandes avances recientes y reforzando la sensación de que los europeos sencillamente no aceptarán a los turcos en su club.
Desde entonces el gobierno de Erdogan se ha vuelto mucho más brutal, de nuevo en contra de los kurdos, pero además atacando los derechos civiles y humanos en un frente amplio. Y ha tratado de convertir a Turquía en un actor importante en los asuntos regionales, con insinuaciones de un califato otomano renovado. Acepta armas rusas, pese a fuertes objeciones estadunidenses, pero sigue teniendo una parte central en el sistema de dominio regional –y ahora global– de la OTAN. El “acto de equilibrista” con respecto a Ucrania es ejemplo de esto.
Si Turquía puede facilitar negociaciones que pongan fin al horror en Ucrania, sería un suceso muy bien recibido y habría que aplaudirlo. Sólo podemos especular sobre cuáles serían las probabilidades mientras Estados Unidos insista en perpetuar el conflicto “hasta el último ucranio” y bloquee un desagradable acuerdo negociado que sea alternativo a la destrucción de Ucrania e incluso quizás a una guerra nuclear.
–El gas de Rusia sigue fluyendo hacia Europa, aunque Putin ha exigido que los gobiernos europeos lo paguen en rublos. ¿Cuál sería el impacto en las relaciones geoestratégicas entre Europa y Rusia si la primera se independizara del gas ruso?
–No parece probable en el futuro cercano. Europa podría arreglárselas para poner fin al uso de carbón y petróleo de Rusia, pero el gas es otro tema. Eso requeriría gasoductos que tardarían años en construirse, o instalaciones para el transporte de gas natural licuado que apenas existen. Pero creo que la pregunta que debemos hacernos es diferente: ¿podemos ascender a la sabiduría de los tiranos reaccionarios que proporcionaron a Europa un siglo de paz en Viena en 1814? ¿Podemos avanzar hacia la visión de Gorbachov de un hogar común europeo sin alianzas militares, concepción no lejana de la iniciativa estadunidense de una Sociedad para la Paz que fue socavada por el ex presidente Clinton? ¿Podría aparecer algo parecido a un estadista en la Rusia actual? Pienso que preguntas como éstas deberían estar al frente en nuestro pensamiento, y en nuestro compromiso activo por tratar de influir en el debate y en las opciones políticas.
–Hay evidencia creciente de crímenes de guerra rusos. ¿Se puede enjuiciar a Putin por crímenes de guerra en Ucrania?
–La persecución de crímenes de guerra, en el mundo real, es la “justicia del vencedor”. Eso quedó claro en el tribunal de Nuremberg y ni siquiera se ocultó en el tribunal de Tokio, que acompañó a aquél. En Nuremberg, el bombardeo de saturación de zonas urbanas densamente pobladas se excluyó porque fue una especialidad de los Aliados. Los crímenes de guerra alemanes fueron exculpados si se podía demostrar que los Aliados cometieron actos semejantes. En años subsecuentes, los principios de Nuremberg fueron echados a la basura. Sólo en fechas recientes se ha descubierto que fueron un garrote para golpear a los enemigos oficiales.
No se puede pensar en juzgar a Estados Unidos por sus muchos y horrendos crímenes. Alguna vez se hizo un esfuerzo por llevarlo a la justicia por su guerra contra Nicaragua. A las órdenes de la Corte Internacional de Justicia de poner fin a esos crímenes, Washington respondió aumentándolos en número e intensidad, en tanto la prensa (por ejemplo, los editores del New York Times) acusaba a la corte de ser un “foro hostil” por atreverse a condenar a Estados Unidos, siguiendo amplios precedentes.
Putin podría ser juzgado por crímenes de guerra si es derrocado en su propio país, y Rusia puede ser juzgada si es un país derrotado. Eso es lo que la historia indica.
Es de imaginarse que el mundo podría elevarse a un nivel de civilización en el que el derecho internacional pudiera ser acatado, en vez de lanzado con indignación moral contra blancos selectos. No debemos cesar en los esfuerzos por lograrlo. Al hacerlo, no debemos sucumbir a las ilusiones alimentadas por los sistemas doctrinales globales.
* Pu blicado originalmente en Truthout
Traducción: Jorge Anaya