I
La luz cegadora, las tolvaneras, el aire ardiente y seco eran los emisarios que, con el tono amenazante de una advertencia, anunciaban la proximidad de la Semana Santa: largos, pesados siete días.
II
Allá, la Semana Mayor se mantenía tan inmóvil y silenciosa como una veleta oxidada.
III
En la lluvia azul de las jacarandas, el cielo renovaba sus votos de humildad y, sin renunciar a su grandeza, se tendía como efímera alfombra a nuestros pies.
IV
El firmamento se tachonaba de nubes blancas, esponjosas, prometedoras. Permanecían inmóviles hasta que de pronto, impulsadas por suaves ráfagas de viento, se iban llevándose su sombra, nuestras esperanzas y la anhelada lluvia.
V
Desde temprano, en los cuartos, las mujeres se afanaban en la delicada ceremonia de cubrir los espejos. Sepultados bajo telas opacas, ya no eran más promotores de la vanidad ni cómplices de nuestra inmodestia y se volvían objetos ciegos, carentes de su magia y de su brillo: dos muy buenas razones de su antiguo prestigio.
VI
Durante la Semana Mayor debíamos someternos a una serie de privaciones con objeto de castigar el cuerpo y los sentidos –que, si algo tienen, es memoria.
VII
La frugalidad era vista como un sacrificio necesario, y en la cocina, para sorpresa de San Pascual Bailón, aminoraba el trajín. Las hornillas perdían algo de su cauda de chispas y en el aire dejaban de mezclarse los mágicos aromas de las hierbas de olor.
VIII
Sobre la mesa, los platillos condimentados eran sustituidos por caldos insípidos y ralos que estimulaban el mal humor, la inapetencia y el secreto deseo de que llegara el día en que pudiéramos disfrutar otra vez las delicias de la carne sin cometer pecado.
IX
En las casas se imponían la quietud y la calma. Los pasos sonaban lentos en el corredor. Las conversaciones que a toda hora aligeraban el trabajo doméstico no eran más que un triste intercambio de murmullos. La música cedía su lugar al silencio, roto desde temprano por el redoble de las campanas y el repetido canto de los pájaros: siempre ignorantes de fechas, sacrificios y culpas. ¡Dichosos animales!
X
En aquellos días de sacrificio y oración, quietud y mutismo, salía a relucir una antigua leyenda, según la cual toda mujer que cediera al deseo de tomar un baño, cubrir su desnudez con la espuma del jabón o acariciarlo con la tibieza del agua, corría el peligro de perder su naturaleza humana para convertirse en pez. Nunca hubo una infractora. Pudo ser distinto si el castigo por desatender la prohibición hubiera sido otro: convertirse en sirena.
XI
Sin importar la solemnidad de la fecha, como siempre al amanecer y ante la vigilancia de sus custodios, los presos salían de la cárcel para cumplir con una de sus obligaciones: barrer las calles estrechas y empedradas en una hora precisa. Los hombres iban en fila, unidos por un lazo que llevaban atado a la cintura. Desde las ventanas era posible verlos cabizbajos, avergonzados, sometidos a guardar silencio.
Durante el tiempo que los confesos empleaban en hacer su trabajo, el arrastre de sus escobas de varas se oía como una profunda desgarradura. Al cabo de los minutos, aquel rumor era sustituido por otro: el de los pasos que marcaban el camino de los presos de vuelta a su prisión. Avanzando con dificultad, oscuros como sombras, atados unos a otros, formaban la triste procesión de los culpables.