Los deseos de Immanuel Kant se han visto frustrados. Su propuesta de Paz perpetua, ensayo publicado en 1795, tuvo como base crear una constitución mundial fundada en el respeto a los tratados internacionales y la supresión de los ejércitos permanentes, bajo los principios de libertad, igualdad y justicia. La necesidad de respeto y la existencia de un político moral debían garantizar la paz, “para obligar a los falsos representantes de los poderosos de la Tierra a que confiesen que lo que ellos defienden no es el derecho, sino la fuerza, cuyo tono y empaque adoptan como si fueran ellos por sí mismos los que mandan; para acabar con todo esto, será bueno descubrir el artificio con que engañan a los demás y se engañan a sí mismos, y manifestar claramente cuál es el principio supremo sobre el que se funda la idea de la paz perpetua. Vamos a demostrar que todos los obstáculos que se oponen a la paz perpetua provienen de que el moralista político comienza donde el político moral termina; el moralista político subordina los principios al fin que se propone –como quien engancha los caballos detrás del coche– y, por tanto, hace vanos e inútiles sus propósitos de conciliar la moral con la política”.
Kant abogaba por una ciudadanía mundial y, sobre todo, pensaba que “el derecho de los hombres ha de ser mantenido como cosa sagrada, por muchos sacrificios que le cueste al poder dominador. No caben aquí componendas; no cabe inventar un término medio entre derecho y provecho, un derecho condicionado en la práctica. Toda la política debe inclinarse ante el derecho…” Se equivocaba.
La Primera Guerra Mundial daba al traste con las buenas intenciones de Kant. Oswald Spengler, filósofo e historiador alemán, en las postrimerías de 1918, daba a luz una obra que interpretaba el sentimiento de frustración de una élite política desmoralizada, desorientada y sin confianza: la decadencia de occidente. La guerra total hizo su aparición. Una sensación de fin de época. Fue la aniquilación de una forma de vida: el ocaso de Occidente. En el siglo XXI, el pronóstico pesimista de Spengler se confirma. Europa firmó en su acta de defunción al supeditar su posición en el conflicto ruso-ucranio a la OTAN (Organización del Tratado del Atlántico del Norte). No tiene autoridad moral ni políticos de altura a la hora de proponer una alternativa a la estrategia del Pentágono y la Casa Blanca.
Por otro lado, el siglo XX fue de muerte en los campos de batalla. La guerra, y no la paz, marcó su historia. Conflictos interétnicos, contrarrevoluciones, invasiones, golpes de Estado han dejado una huella imborrable. La crueldad y violencia se han multiplicado a medida que el armamento se hace más sofisticado. La tecnología digital facilita nuevas formas de muerte. Campos de concentración, muros de la vergüenza, fosas comunes, cámaras de gas, métodos de tortura se han multiplicado a medida que el capitalismo extiende sus fronteras. Asistimos a un mundo donde la guerra copa todos los espacios de la vida cotidiana. Formas impensadas gracias a los algoritmos, el Big Data y las redes sociales. La desinformación se traduce en un bloqueo mental, anulando la capacidad de comprensión. La guerra neocortical se expande a un ritmo vertiginoso. La frontera entre enemigo interno y exterior pierde sentido. Cuerpo y mente, sicopolítica y biopolítica se unen; es la eclosión de un nuevo orden mundial: un estado de guerra permanente.
El estado de guerra permanente no deja lugar a la paz, todo es guerra. Se trata de la militarización de la sociedad. Es lo militar lo que define la agenda. La seguridad, el control social se enmarcan en las formas de defensa estratégica de seguridad nacional. El protagonismo no está en el Congreso, ni en los tribunales de justicia, menos aún en los gobiernos de turno. Ha sido transferido a los cuerpos de seguridad. Son los servicios de contrainteligencia y la desinformación los nuevos guardianes de un orden en el cual la guerra se erige como la fuente de legitimidad para articular políticas, procesos de toma de decisiones y acotar las defensas contra los grupos antisistema, las organizaciones populares y el pensamiento crítico. Asistimos a la criminalización del pensamiento desde hace décadas.
El conglomerado industrial militar, tecnológico y financiero tiene que proteger sus inversiones; los yacimientos de las tierras raras, el agua, los bosques, las selvas son su capital. Debe adueñarse de la energía eólica y solar; las renovables entran en juego. Son parte del botín de guerra. Su dominio resulta vital para la sobrevivencia del capitalismo. Es el control del hambre, la sed, las emociones, los sentimientos. Administrar el dolor, el miedo, el odio, el amor supone ganar un plus. En un estado de guerra total no hay tregua. La paz se ha convertido en lastre para el imperialismo, en todas sus formas y adjetivos. La guerra es el estado en el cual se vive la política. Eso sí, se avecina una guerra “limpia”, “transparente” e indolora. Lentamente, su representación, ejércitos desplegados, aviones bombardeando ciudades, carros de combate, enfrentamientos cuerpo a cuerpo y muchos muertos civiles se reservarán para casos extremos. Un arma de guerra necesaria cuando se trata de justificar una acción de castigo, bajo el criterio de salvaguardar los intereses propios.
La paz ha muerto.