Más allá de los programas sociales y de obras de infraestructura como el Tren Maya, el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, el Corredor Interoceánico y la refinería de Dos Bocas; más allá del combate a la corrupción, la reorientación de los presupuestos públicos, la lucha contra la pandemia; más allá incluso del rescate del sector energético de la nación y de la recuperación de la soberanía nacional, las generaciones futuras tendrán un recuerdo entrañable de esta administración porque ha gobernado para el pueblo y porque ha destruido los blindajes hieráticos que cobijaban al poder público: no más residencia de Los Pinos, no más Estado Mayor Presidencial, no más avión, no más figuras inalcanzables, inapelables e inamovibles durante seis años.
No deja de resultar paradójico que la propia oposición político-empresarial y su enjambre de opinadores, con su campaña insolente de descalificaciones y calumnias, hayan contribuido a destruir las actitudes reverenciales de la sociedad a los gobernantes. ¿Que al poder se le critica? Pues que se sigan dando vuelo por lo que falta de este sexenio –a fin de cuentas, no tienen otra cosa que hacer–, pero que tengan bien presente que nunca más podrán disponer de un gerente intocable e impune en el Poder Ejecutivo.
El ejercicio de este domingo será la puntilla para esas actitudes de impotente resignación que brotaban en la ciudadanía cuando un presidente exhibía desde el primer año que carecía de los atributos necesarios para ejercer el cargo, como Zedillo, que estaba traicionando su mandato, como Fox, o que realmente era un peligro para México, como Calderón. O peor: había unos que desde antes de imponerse en la Presidencia ya eran fracasos manifiestos, como Peña.
La instauración de las consultas de revocación de mandato como práctica consuetudinaria de la vida republicana darán a la sociedad el instrumento necesario para quitarse de encima a gobernantes que para la mayoría de la población resultan fallidos, indeseables, odiosos, es decir, como esos que añoran la oposición y sus corifeos. En suma: más allá de que resulte en una ratificación del respaldo popular al presidente López Obrador o no, la consulta del domingo permitirá asentar como conquista histórica un mecanismo invaluable para cumplir con el espíritu del artículo 39 constitucional: la soberanía nacional reside en el pueblo y todo poder público dimana de él.
Es precisamente la atribución del pueblo para asegurarse que el poder público le sea fiel lo que tanto molesta y angustia a la reacción, esa que tanto reclama contrapesos al Ejecutivo y que se horroriza de tener como contrapeso a la sociedad misma, sin la mediación de esos organismos autónomos que fueron erigidos en poderes públicos, pero que no dimanan del pueblo, sino de arreglos y enjuagues en lo oscurito entre los partidos y personeros del régimen oligárquico.
La más disfuncional de esas entidades es, desde luego, el Instituto Nacional Electoral, y el Tribunal Electoral, Frankensteins institucionales a los que se dotó de facultades desmedidas y autocráticas disfrazadas de dispositivos contra los fraudes electorales que se cocinaron en las entrañas o con el cobijo del propio INE y de su antecesor, el IFE, y que fueron bendecidos por el tribunal: unas cosas con potestades para censurar a políticos y funcionarios, para vetar programas y estatutos y hasta para imponer dirigentes a los partidos políticos. No es de extrañar que en el grupo que controla el Consejo General del INE la consulta de revocación de mandato, una práctica de democracia pura y viva, haya sido vista desde un principio con profunda animadversión. Por eso el organismo se empeñó en condicionar la consulta a la aprobación de un presupuesto desmedido y desde que se le rechazó tal pretensión se ha esmerado en minimizar la participación popular, en regatear el número de casillas, en reducir la difusión del ejercicio hasta lo imperceptible.
En suma, los prolegómenos de la consulta no sólo han resultado indicativos del horror que las élites reaccionarias y neoliberales sienten por la democracia participativa, sino también que el órgano que debiera impulsar el desarrollo de la democracia en México se ha dedicado a obstaculizarlo porque, a fin de cuentas, forma parte de esas mismas élites. Por eso la transformación del país no sólo debe pasar por la aplicación efectiva del principio de que el poder público dimana del pueblo, sino también del precepto de que éste “tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”. Es necesario visualizar, pues, que una vez pasada la consulta y la lucha por la reforma eléctrica deberá emprenderse una reforma política y electoral que abra paso a la renovación institucional de los organismos electorales y del régimen de partidos.
Por ahora, este domingo toda la ciudadanía que simpatice con la transformación de la vida pública en curso debe ir a las urnas.
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