“De las arcas de la fuente, ¡ay, Llorona! Corre el agua y nace la flor y preguntan quién canta. ¡Ay, Llorona!, les dices que un desertor”, escribí el viernes 11 de abril de 2004 en este periódico.
La mexicana Llorona se ondula en estos días que anticipan la Semana Santa en el tiempo y vive sin localización ni reposo eterno. Enloquece sin saber que es rastro antiguo de un objeto arcaico, representando la soledad, mujer que conocí en la zona oriente de la ciudad Neza y anexas, y se me tornó ternura contenida, presente y ausente que adquiría la categoría omnipotente al contemplarla y crear diversas fantasías de amor, sólo fantasías.
Concreción única y singular en que todo parecía recreado, intuitiva, natural, sin que percibiera la pintura delatora de elaboración de la violencia en nuestro país, reflejo de las múltiples neurosis traumáticas que nos asolan, dolor que ya estaba inscrito en el cuerpo, lenguaje en que se advierte elegancia y presencia de bellezas, pero, también, indicios de grave crueldad, ausencias de calor y llanto tembloroso.
Milagrosa escritura preverbal: frescura prodigiosa, prosa sonora, canto ranchero melancólico que en ondulaciones abrasa el fuego, rescoldo de la carne, brasa que quema y vibra. Si es fuego es luz, pero a su vez sombra, oscuridad, angustia, desesperación, desamparo original.
Brasa necesaria para mantener el fuego e impedir que se apague, cuyo origen es el no origen. Memoria ancestral. Ilusión que eterniza al tiempo al ímpetu de la llama que singulariza, hasta abrirse paso y estar a punto de traspasar las barreras de lo inconsciente que limita, aberración que desconcierta, mirada de misterio, extravío que busca en la memoria imágenes, huellas que se difieren, hermosura lanza fuegos. Volcán desbordado.
Concepción que ilumina con claridad de sol el dolor que transmite el trágico vacío de la separación, transformado en deseo. Carne que fue madre y lenguaje: luz y sombra.
Es que, la palabra no había nacido, la articulación no era grito, ni discurso, dolor estremecedor que rasga el vientre cual herida de siete cuchillos, tránsito de lugar al espacio y el tiempo, más allá de la realidad, triángulo negro hundido en más huellas sin final, que vuelven el deseo insatisfecho. Consuelo en entrañas distendidas como arco de violín, propensión a la ternura. Sólo ilusión que ingenuamente queremos eliminar en repetición circular, en espera anhelada e imposible empatía.
“Salías del templo un día, Llorona, / cuando al pasar yo te vi; / hermoso huipil llevabas / que la Virgen te creí.”