¡Por fin llegó el enviado de la metrópoli! La grey interesada en su labor y carácter imperial lo escuchó pronunciar palabras que parecieron música a sus temerosos pero alebrestados intereses. Habrá, dijo John Kerry –conducido del brazo por el embajador Ken Salazar–, una comisión de vigilancia. De esta manera se implicaba la consiguiente intención estadunidense: se estará atento a lo que aquí se trama. Están en juego, se dijo, asuntos de importancia decisiva: la defensa del clima, la libertad de empresa, los contratos firmados y las inversiones de mi país. Así que, nada por el estilo deberá progresar en los órganos decisorios de este rejego y subordinado país. La sentencia, sin duda, estaba dictada con todas sus letras sobre el aciago proyecto de reforma eléctrica. La instrucción no dejaba lugar a interpretaciones amables. El gobierno de Joe Biden había, finalmente, insertado su misión central para responder a las presiones de sus empresarios. En corto y en Palacio pareció imponer su poder. De no acatar y someterse a escrutinio, se estarían violando preceptos del tratado y cancelando miles de millones de dólares de futuras inversiones. ¡Santo Dios! Qué desgracias sobrevendrán para el pobre México. Además de vigilado por supervisores extranjeros se hundiría, sin luz, en la oscuridad más horrenda.
Pues fíjense, opositores y críticos acervos de la iniciativa enviada por el Presidente, que no será así. Al otro día, en la odiada mañanera, se difundió la digna postura de nuestro gobierno. No habrá tal comisión porque nunca se aceptó esa propuesta. “Me quedé callado” ante lo que los enviados dijeron, aseveró el tabasqueño, orgulloso de la postura adoptada. Kerry y empresarios acompañantes habían chocado con la digna y patriótica posición oficial mexicana. La iniciativa quedará como fue enviada y, además, será remitida al gobierno vecino para que la conozcan con exactitud. ¡Sopas de conocido chocolate!
Nada hay en la iniciativa que atente contra los intereses de los inversionistas que hayan acatado la ley en sus legítimos términos. Lo que se intenta conseguir es algo sencillo, pero que va al núcleo de una política de independiente voluntad: quienes conducirán la industria energética de México serán instituciones del Estado. Se contraría, ciertamente, la ambición de hacerlo desde la iniciativa de los particulares. Y esta expresión soberana no se podrá negociar. Habrá otros renglones menores que podrán ajustarse en su pase por el Congreso. Pero esta condición soberana es central. Implica, además, el estricto apego a la ley y, por tanto, todas aquellas violaciones –que son muchas y costosas– serán, en efecto, penalizadas. No se puede entender que gobierno alguno presione al mexicano para proteger a los que hayan trampeado la ley. Se fue pervirtiendo, entre otras, la figura de los autoabastos y la de los productores independientes causando severo daño a la CFE.
La iniciativa de los particulares está, por lo demás, asegurada. El mercado nacional es suficientemente grande y en él encontrarán amplio margen de participación. Pero siempre regido por los órganos públicos y donde la empresa eléctrica nacional juega un crucial papel.
Se tiene que entender que la estabilidad y seguridad del sistema eléctrico es una prioridad que debe asentarse con la debida precisión. Por ello los costos, completos, de cada generador, dictarán la prelación de su entrada a las redes de transmisión y distribución. En el mero fondo de la intención de modificar el ordenamiento actual, radica una cuestión de principio: el justo bienestar ciudadano. Será, por tanto, el balance de fuerzas políticas lo que incida en los cambios que se han adelantado. La reforma no aparece de momento y sobre caprichos u ocurrencias. Tampoco apunta hacia una concentración excesiva de poder, tal y como se le acusa hacer al mismo Presidente. Es el producto de atender, con sensible cuidado, al prolongado y complejo fenómeno de carácter social, económico y cultural que ocurre en México. La sociedad ha elevado a grado consciente la necesidad de moverse hacia etapas de desarrollo superiores a las ya vividas por demasiado tiempo. En ello no se cejará, independientemente de que se pueda o no romper la inercia y se nieguen los ambicionados cambios indispensables. Se seguirá insistiendo en las transformaciones para encontrar la correspondencia de las políticas públicas con los honestos sentimientos populares que actúan como real mandato.
Por último, hay que situar en su correcto lugar la tergiversada versión opositora –muy socorrida, por cierto– que acusa al rechazo oficial a invertir en las energías llamadas limpias. No es así. Por el contrario, se les dará eficiente cabida en el plan maestro que emanará con la aprobación de la reforma. Los legisladores tienen la obligación de votar en conciencia, y atentos a sus electores, la citada reforma.