El pasado fin de semana, el gobierno de Ucrania difundió fotos y videos de cadáveres en las calles de Bucha, localidad situada a 37 kilómetros de Kiev, que días antes había estado en poder de las fuerzas militares rusas. Luego afirmó que en ese y otros poblados próximos a la capital fueron hallados 410 cuerpos en total, varios en fosas comunes, y muchos de ellos tenían las manos atadas y un tiro en la nuca. El presidente Volodymyr Zelensky atribuyó el hallazgo a ejecuciones perpetradas por los soldados rusos en retirada, se refirió a un genocidio y exigió que los responsables sean llevados ante un tribunal por crímenes de lesa humanidad.
Este discurso fue de inmediato retomado –y hasta aumentado– por gobernantes y medios occidentales, quienes en automático dieron por buena la versión del mandatario ucranio. Ayer, el presidente estadunidense incluso habló de procesar a su homólogo ruso, Vladímir Putin, por esos hechos.
En contraste, las autoridades de Moscú negaron de inmediato que los militares rusos hubieran perpetrado semejante atrocidad, a la que describió como “otra producción del régimen ucranio para los medios occidentales”, destacó que “todas las unidades rusas abandonaron por completo Bucha el 30 de marzo” (es decir, tres días antes del supuesto hallazgo) y desacreditó las fotos y los videos que circulan profusamente como falsificaciones. La policía rusa abrió una investigación sobre el asunto y el Kremlin pidió que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas analice esta “flagrante provocación de los ucranios radicales”.
Los elementos disponibles hacen pensar que en algunos poblados aledaños a Kiev pudo cometerse un acto de barbarie, pero por ahora nada permite concluir que haya sido obra de las fuerzas rusas que ocuparon dichas localidades.
Por desgracia, tras la agobiante campaña mediática de instigación de sentimientos rusófobos, buena parte de la opinión pública de Estados Unidos, Europa y Latinoamérica parece proclive a creer cualquier acusación en contra de Rusia. No está de más recordar, como punto de referencia, que en 2003, después de más de una década de satanización del régimen iraquí de Sadam Husein, acabaron por imponerse las mentiras de que Irak poseía armas de destrucción masiva y sistemas para lanzarlas sobre territorio estadunidense, lo que sirvió de pretexto principal para invadir y arrasar ese país árabe.
En el caso presente, debiera bastar un mínimo de lucidez y sentido común para comprender la improcedencia de asumir como cierta cualquiera de las versiones sin esperar a exámenes y análisis exhaustivos del lugar y las circunstancias, de los cadáveres, las imágenes y los videogramas. Es claro que una investigación semejante sólo puede ser emprendida por una entidad internacional imparcial. Resulta desolador, por ello, que el Consejo de Seguridad se encuentre tan intoxicado y polarizado por el conflicto y que, en consecuencia, se vea descalificado para llevar a cabo esa tarea.
Es necesario, finalmente, tener en cuenta que las guerras son espacios propicios para cometer todas las atrocidades imaginables, pero también para ocultar la autoría de ellas y hasta para inventarlas. En tanto no haya condiciones para esclarecer la veracidad y, en su caso, las responsabilidades de este episodio, resulta aconsejable esperar antes de afiliarse a una de las versiones y confiar en que la verdad pueda salir a la luz mucho antes de que el esclarecimiento se vuelva tarea de historiadores.