Mi muy querido Tomás:
Muchas gracias por tu generosa invitación para que vaya a visitarte a San Francisco. Tardaste en hacérmela. Mi comentario no es un reproche, sólo tiene que ver con el tiempo transcurrido entre el momento en que nos despedimos y el de recibir tu mensaje. Te confieso que me sentí muy conmovida cuando leí que por los gastos no me preocupara, ya que nada te daría más gusto que invitarme los boletos y la estancia.
Sólo faltó que me dijeras que correrían por tu cuenta los regalos que fuera a comprarles a mis amigas en una de esas tiendas gringas, olorosas a especias y tan llenas de objetos que, al final, uno termina abrumado y elige lo que esté más a la mano, con tal de cerrar ese inevitable capítulo de los viajes.
II
No sé para qué menciono la aventura en la tienda si, como te dije, lamentablemente no podré ir a visitarte. Espero que no lo tomes como un desaire y que eso no empañe nuestra amistad. ¿De cuántos años? Muchos, los últimos nueve sin vernos. Tenías poco más de cuarenta cuando nos conocimos en aquella reunión que organizó la empresa para dar la bienvenida a los recién llegados, entre quienes me encontraba.
Mi experiencia aquel día fue muy desagradable. Me molestó que Ordaz, el jefe de personal, me presentara contigo como “una de las nuevas”, en vez de hacerlo llamándome por mi nombre. Te diste cuenta de mi molestia y, para solidarizarte un poco, me dijiste: “Permítame presentarme: soy uno de los viejos.” Me reí, nos dimos la mano. Tuve la impresión de que la retenías más tiempo del necesario. También Margarita se dio cuenta. Ya te imaginarás los comentarios que me hizo más tarde.
No sabes cuánto la extraño. Lamentaría menos su pérdida si su muerte no hubiera sido tan terrible. Si ella estuviera aquí y le contara de tu invitación me diría: “¿Qué esperas? ¡Ve!” Imposible. Te confieso que me lo impiden una serie de “pequeñas” molestias y limitaciones que son como las monedas que debes introducir en el parquímetro para tener derecho a quedarte estacionado por más tiempo.
III
Hoy te escribo como si estuviéramos en la “Kafetería” (¡qué nombre!) donde nos encontramos, primero por casualidad y después por mutuo acuerdo. Nos reuníamos por el gusto de disfrutar del café y de la conversación; por la necesidad de compartir nuestras experiencias de trabajo. A veces hacíamos el inventario de nuestras desdichas y acabábamos burlándonos de todo, en especial de nosotros mismos.
Cerca de la “Kafetería”, ¿te acuerdas?, estaban una funeraria y un mercadito de flores. Las coronas blancas perfumaban la calle desde temprano, la hora en que llegábamos a la empresa donde pronto dejé de ser una de “las nuevas” para convertirme en quien soy: tu amiga a la que no le gustaría que consideraras desdeñosa porque no le es posible aceptar tu invitación.
Créeme que me encantaría ir a verte, pero no puedo. Ya te mencioné mis impedimentos, mis fallas y los temores que me despiertan. Tal vez tú los padezcas. No te pido que entres en detalle. Guardemos el asunto en ese apartado donde los amigos que desean seguir siéndolo conservan sus secretos.
IV
¿Vendrás alguna vez? Cuando nos despedimos prometiste que lo harías en la primera oportunidad que se te presentara. Han pasado años y aún está pendiente el compromiso. ¿No crees que es hora de que lo cumplas? La pasaríamos muy bien, nos divertiríamos mucho visitando los lugares que tanto nos gustaban.
Al único al que no podremos regresar es a la “Kafetería”. Ya no está. En su sitio hay dos tienditas: una sex shop y otra de artículos deportivos. No sé si aún funcionan, porque hace tiempo que no voy por esos rumbos, no tengo para qué, y además llevo casi treinta meses confinada. Según me dicen, en ese tiempo ha habido en la ciudad muchos cambios y demoliciones. Los veo como huecos, y ese vacío es precisamente el que causa mi temor a salir. No están los lugares, Tomás, ni las personas que les daban sentido y a las que conocimos.
¿Te acuerdas de aquel acomodador a quien le faltaba la mano izquierda? Siempre que recibía tu coche te daba el mismo consejo: “Doctor, yo sé lo que le digo: invite a la güerita a Cuetzalan”. Jamás seguiste la recomendación (eso sí puedes tomarlo como reproche.) Si no me equivoco, ese viajecito encabeza la lista de las muchas cosas que no hicimos ni haremos. Hoy la cierra mi imposibilidad de viajar a San Francisco.
Por cierto, quiero que me mandes fotos de tu nueva casa y de tu estudio, desde donde puedes ver el jardín de tus vecinos, lleno de flores. Esto me recuerda aquel domingo que viniste a entregarme los lentes que dejé olvidados en tu coche. Elogiaste mi departamento, pero sobre todo el ramo de rosas que adornaba la mesa. Quise obsequiártelo, pero no lo aceptaste. En cambio, me pediste que, cuando se marchitaran, envolviera los pétalos y te los regalara. Nunca nadie me había hecho semejante petición. Creo que sólo una persona como tú puede tener esa clase de ocurrencias.
VI
No hay más que una hora de diferencia entre San Francisco y la Ciudad de México. Me gusta que vivamos en el mismo día. Es domingo. Supongo que lees el periódico o alguna novela que te mantiene apasionado. Yo, como cada ocho días, me tomo la mañana para arreglar mis plantas y mis flores.
Tengo que despedirme y agradecerte, una vez más, tu generosa invitación. Espero que algún día, muy pronto, vengas a la Ciudad de México. Avísame con tiempo para tener la casa llena de flores. Hoy puse sobre la mesita de la sala un ramo de rosas de Holanda. Están en su mejor momento, pronto empezarán a deshojarse. Voy a guardar los pétalos para ti, como si en cualquier momento, de sorpresa, fueras a llegar a visitarme. ¡Felices vacaciones de Semana Santa!