A marchas forzadas hemos tenido que aprender, algunos quizá lo han rescatado de sus memorias, que allá arriba se siguen alojando los poderes de lo que ha quedado del imperio. Un imperio que no cesa de tejer urdimbres de poder y contención, siempre de alcance regional y global, como seguramente lo ha experimentado nuestro gobierno.
No es la primera vez que topamos con esta lección amarga de nuestra historia que es la del mundo. No en balde Hegel y Marx, nada menos, llegaron a decir que lo mejor que podría pasar a los mexicanos de entonces era ser engullidos por esa espectacular máquina productora de riqueza y cultura con rumbo a la hegemonía planetaria, como al final de cuentas ocurrió al inicio del siglo XX.
Larga y amarga, nuestra vecindad no se ha visto nunca compensada por otras más amables ubicadas en el Sur del hemisferio. La del Norte es dura, pero madura; la del Sur se mueve tortuosamente y en no pocas ocasiones resiente las mezquindades de sus respectivos grupos locales de poder y riqueza que nunca han mostrado disposición a cooperar y construir rondas de solidaridad y cooperación entre los Estados y las naciones.
En esas estamos y los deslizamientos geopolíticos de los últimos tiempos no anuncian cambios significativos, tampoco la apertura de “estructuras de oportunidad” que ofrezcan libertad para el ejercicio de los poderes del Estado y sus capacidades soberanos.
Los grandes saltos tecnológicos del último tercio del siglo pasado colocaron a la soberanía nacional frente a predicamentos varios y peliagudos: la expropiación y nacionalización de medios de producción no garantizaba ganancias en eficiencia y desarrollo, como se quería para darle sentido histórico al acto expropiatorio. En nuestro caso vivimos la experiencia petrolera, que no dejó de estar cargada de adversidad y necedad.
Más que recuperar para la nación esos y otros poderes y capacidades, lo que urge hoy es lograr potencialidades de asociación con los capitales multinacionales, así como su regulación y promoción en aras del interés nacional legítimo. Lo que está por verse es el despliegue de capacidades regulatorias y promotoras, de asociación y cooperación con quienes controlan esas parcelas de poder tecnológico y productivo. También está por dirimirse la combinación adecuada de capitales y fuerzas productivas, de visiones y horizontes para misiones y ambiciones de mediano y largo plazos.
No es el nacionalismo “recuperador” o justiciero el que hace falta para progresar y mejorar niveles de vida y bienestar, sino un desarrollismo compenetrado de genuinos intereses y convicciones para hacer valer la soberanía y poner en práctica ambiciones de desarrollo y democracia que auténticamente podamos compartir y poner en acto.
No es una política facilona y una bandera con la cual arroparse lo que nos hace falta, sino la presencia de muchas voluntades ilustradas que, en medio de tanta paradoja mal entendida, tanta omisión y soberbia, siguen extrañándose.
Antes de que la falta de energía eléctrica anticipe una próxima tragedia del desarrollo, tenemos que apurar la prueba de ácido: contar con capacidades probadas para generar la energía necesaria para el crecimiento; desde luego, limpia como expresión consistente del compromiso nacional en el combate contra el cambio climático.
Insistir en bravatas y necedades, como las esgrimidas en estas jornadas lamentables en torno a la reforma eléctrica, es dar los pasos necesarios hacia la penumbra de la nación.