En El ciudadano ilustre (2016) los cineastas y guionistas argentinos Gastón Duprat y Mariano Cohn elaboraban una divertida y muy aguda sátira de los prejuicios antiintelectuales que experimenta en carne propia un escritor ganador del premio Nobel de Literatura cuando, después de largas décadas de residencia en Europa, decide regresar a su pueblo natal en Argentina, donde es festejado como una celebridad para ser luego hostigado y maltratado como un paria deleznable. La carga humorística era eficaz, la narrativa, redonda, y el protagonista, interpretado por Óscar Martínez, muy memorable. Cinco años después, los mismos directores suben el tono de la sátira en Competencia oficial (2021), enfilando ahora los dardos ya no hacia un ambiente intelectual corroído por la mezquindad moral y el esnobismo, sino en dirección del propio medio del cine, territorio donde la creatividad y el talento suelen coexistir sin grandes dificultades con el cálculo pérfido y la egolatría.
La primera ocurrencia del filme es el capricho excéntrico de un multimillonario de 80 años, quien, consciente de la reputación turbia que le ha traído su enorme fortuna, decide dejar para la posteridad el buen recuerdo de una gran obra, construir por ejemplo un puente que lleve su nombre o, mejor aún, financiar una película ambiciosa, con una directora multipremiada y actores célebres, basada en alguna novela destacada, para que su mecenazgo obtenga además toda la plusvalía del prestigio artístico. La cineasta elegida será Lola Cuevas (una Penélope Cruz imperiosa); la novela, una historia de rivalidad entre hermanos, y los protagonistas, Félix Rivero (Antonio Banderas), un actor español temperamental, dueño de una notoriedad muy afianzada en Hollywood, e Iván Torres (Óscar Martínez), un veterano argentino de la actuación dispuesto a defender la sobriedad de su juego escénico ante las reiteradas fanfarronadas de su compañero más joven.
En ese choque generacional, verdadera confrontación de dos egos irredentos, se interpone la figura desafiante y conciliadora de Lola, la cineasta metódica que con estratagemas muy divertidas procurará domesticar la soberbia desaforada de sus actores. De este modo, los directores argentinos exhiben, con malicia refinada, los despropósitos de una industria fílmica atenta a los fastos de la celebridad instantánea, aquella que se complace en la vanidad de las galas y las pasarelas y los premios al por mayor. Con respecto a estos últimos, la trama les reserva una suerte inesperada en una de las escenas más descabelladas. No escapa tampoco al filo de la sátira una prepotencia viril reducida a su mínima expresión en una secuencia jocosa en la que Félix e Iván deben turnarse para mostrar sus habilidades al besar a una joven comediante. Triste espectáculo de las faenas de una seducción fallida, como eco de la ironía que maneja el italiano Paolo Sorrentino en La juventud (2015).
Todo será posible en los esfuerzos de la directora Lola Cuevas por extraer de sus comediantes la espontaneidad y frescura que un engreimiento profesional parece haberles ya cancelado. Una sucesión de engaños y golpes bajos, triquiñuelas y deslealtades, propician una rivalidad atroz entre esos dos divos de la actuación, y todo ello culmina en la situación embarazosa de una broma macabra, de humor muy dudoso, que subraya, de manera un tanto obvia, el canibalismo moral que puede darse en una contienda artística. Más sugerente es el ardid imaginado por la directora para suscitar una reacción de miedo en los dos actores suspendiendo sobre sus cabezas una roca enorme. Se trata de una escena delirante en su absurdo, aunque mucho más eficaz, en términos narrativos, que la reiteración de los clichés más socorridos sobre las mitomanías y las bajezas morales supuestamente ligadas al mundo del espectáculo. Por suerte, el talento combinado de Penélope Cruz, Antonio Banderas y un Óscar Martínez sorprendente, sacan el mejor partido de un guión por momentos excesivo en sus ocurrencias, y animan con brío la estupenda broma negra dedicada también al mundo de los festivales de cine, mismo en el que la cinta hispano-argentina ingresó con una insolencia saludable para acabar recibiendo, como máxima ironía, una acogida generosa.
Se exhibe en la Cineteca Nacional y en salas comerciales.