Junto con la invasión rusa a Ucrania la “clásica” comparación a Hitler está de vuelta y hoy −después de Donald Trump y varios otros “nuevos autoritarios” o posfascistas− Vladimir Putin es el principal ejemplo y “objeto” de la llamada Ley de Godwin. No es que una analogía así no sea −en un contexto dado− válida o no tenga nada que decirnos sobre el presente (y sobre el pasado). Pero a la hora de presentar pocas evidencias y ocultar diferencias de contextos no hace un buen análisis y gravita hacia la posverdad y la poshistoria. Tildar a Putin de “Hitler” sólo porque “igual que él, bajo las falsas pretensiones, invadió a un país vecino” −la lista de políticos, columnistas e intelectuales que lo han hecho en el último mes es interminable− como si ningún otro dirigente en la historia hubiera hecho una cosa semejante (¡vamos!), es crear mundos paralelos, trivializar los hechos históricos y destruir conceptos y referencias que nos ayudan hacer el sentido del mundo en que vivimos (una confusión y una política deliberada de la que es acusado a menudo el propio Putin y muchos otros “nuevos autoritarios”).
Hace varios años Slavoj Zizek notó que el concepto del “fascismo” −a raíz de su sobreuso en contexto del auge global de la extrema derecha y falta de su debida historización− se volvió una palabra vacía “usada cada vez que algo peligroso aparecía en la escena política, pero de lo que carecíamos el propio entendimiento”, perdiendo finalmente el significado y sirviendo hoy únicamente “para denominar a algo de no nos gusta”. Con la figura de “Hitler” ocurre algo parecido. La doxa de por sí siempre tiende a “patologizar” y “personalizar” el mal, siendo incapaz de explicar los acontecimientos −p.ej. la guerra en Ucrania− si no es en clave de un “individuo” o su “sicología” (el marxismo, por el contrario, siempre enfatiza la importancia del contexto y de acciones e inacciones de diferentes actores, véase: Ernest Mandel). Hoy parece que no hay límites para este tipo de paralelas respecto a Putin por más absurdas o históricamente infundado sean −aun siendo él claramente responsable por esta invasión criminal− y por más que este tipo de demonización, como igualmente apuntaba Zizek, sirve sobre todo para evitar mirarnos también a nosotros −el Occidente, sus “valores”, etcétera, junto con nuestras acciones e inacciones− con algo de crítica (“la única manera en la que realmente podríamos resistir a Putin”).
La llamada Ley de Godwin que estipula que “mientras más se prolonga una discusión en Internet, más probable que acabe en el uso de una comparación a Hitler”, funge como una advertencia de no hacer comparaciones históricas apresuradas o sin fundamentos ( vide: reductio ad Hitlerum). Preguntado varias veces, Mike Godwin admitía deficiencias de su “Ley”. Pero subrayaba que su punto “era más amplio”, defendiendo su utilidad siempre cuando pensamos que una comparación a los nazis “estaba infundada, inflamatoria o demasiado hiperbólica”, sólo para llegar a suspenderla en algún momento diciendo respecto a Trump: “¡Claro! Compárenlo con un nazi, sólo asegúrense que saben de qué están hablando...”. Hoy, respecto a Putin, el dictum de la doxa parece ser: “¡Claro! Comparen a Putin con Hitler, no importa si saben de lo que hablan”, con efectos que rozan con autoparodia incluso en casos de los que “deberían saber” como le pasó a uno de los “ilustres profesores”, especialistas en la Segunda Guerra Mundial −y en igualar al nazismo con el comunismo ( vide: Nolte/Furet)−, que escribió que con el ataque a Ucrania “estábamos reviviendo a 1939” y que Putin “como un heredero de Hitler y Stalin a la vez, firmó el pacto nazi-soviético consigo mismo” [sic]. Vamos.
No obstante, si hay alguna buena analogía histórica respecto a Putin −siendo él un quintaesencial imperialista, nacionalista y chovinista gran-ruso que sueña con la reinstauración del Imperio de los Romanov a sus fronteras pre-1914−, es p.ej. Anton Denikin (1872-1947), uno de los principales generales “Blancos” y líderes nacionalistas de la Guerra Civil, una figura que Putin venera −sus Memorias son su lectura favorita− y cuyos restos repatrió del exilio hace unos años a Rusia para sepultarlos con honores de Estado.
Denikin, aparte de su virulento antisemitismo, era conocido por su insistencia de que Ucrania era “una provincia de Rusia” y “su parte indivisible”. Él, de hecho, la perdió tras una serie de batallas con el Ejército Rojo de Trotsky, siendo Ucrania el principal teatro de la guerra civil, al parecer un “error de la historia” que Putin estaba determinado a corregir, junto con el “pecado principal” y la “máxima traición de los bolcheviques” −en sus propias palabras− la misma “creación de Ucrania”, algo que “hizo Lenin al separar y dividir las tierras históricamente rusas” [sic]. Esta doctrina denikinista de “unidad” entre Rusia y Ucrania ya fue invocada por Putin en la anexión de Crimea y la invasión al este de este país que acabó con el establecimiento de las republiquetas-títeres de Donetsk y Luhansk (2014). He aquí precisamente −en su denikinismo y antileninismo y no en el “hitlerismo”− el meollo del nacionalismo conservador Putin. Pero claro. Para los Cold War Warriors tardíos que al estilo “mundo patas arriba” tildan a la nueva extrema derecha de “nuevos bolcheviques” −no, no es una broma− y para quienes los “Blancos” eran héroes que desgraciadamente perdieron la guerra (Denikin al final murió exiliado en Estados Unidos) esta comparación “no funciona”.