Desde el domingo pasado se encuentra vigente en El Salvador un estado de excepción que limita la libertad de asociación, suspende el derecho de una persona a ser debidamente informada de sus derechos y razones de arresto, así como a la asistencia de un abogado, además de ampliar de 72 horas a 15 días el plazo de detención administrativa y permitir a las autoridades que intervengan la correspondencia y celulares de quienes consideren sospechosos. La medida durará 30 días, aunque se podrá extender otro mes, y el presidente Nayib Bukele ya solicitó a la Asamblea Legislativa “más herramientas legales” para combatir a las pandillas.
Un día después de la declaratoria del estado de excepción, el mandatario amenazó a las pandillas con vengarse sobre sus miembros encarcelados (alrededor de 16 mil) si continúa la ola de violencia que dejó 87 homicidios en tres días en un país de apenas 6 millones de habitantes. La publicación en Twitter fue acompañada por un video donde los presos son sacados de sus celdas vistiendo sólo una trusa blanca, forzados a correr y revisados en el patio. Algunos de ellos caen en el camino y son sentados uno pegado al otro, mientras el presidente afirmó que se les decomisó “todo, hasta las colchonetas para dormir; además, les racionamos la comida y ahora ya no verán el sol”.
Este ataque frontal contra los grupos delictivos ha incluido acciones desmesuradas como la instalación de retenes alrededor de colonias populares, cuyos habitantes son criminalizados por el simple hecho de vivir allí.
Ciudadanos y organizaciones denuncian que la política de Bukele ha dado paso a violaciones de los derechos humanos y detenciones arbitrarias de dirigentes civiles, menores de edad y personas que nada tienen que ver con la criminalidad. Entre otros casos, se señala el de un joven de 17 años que sería “campeón centroamericano de oratoria”, arrestado sin más motivo que salir de compras con el torso descubierto.
El martes, el secretario general de la Organización de Naciones Unidas, Antonio Guterres, se declaró preocupado por el aumento de la violencia y expresó su confianza en que “las medidas que se adopten estén en línea con los derechos humanos, las leyes y los estándares internacionales”, una postura que parece, cuando menos, ingenua, ante la abierta conculcación de las garantías elementales por el gobierno salvadoreño.
Lo que hay detrás de este deplorable alarde de populismo penal es la renuncia a enfrentar el fenómeno delictivo en sus raíces profundas, es decir, abordar la pobreza, la falta de empleo, la marginación y las abismales desigualdades, para encarnizarse contra quienes son, no la expresión de un problema, sino parte de sus víctimas y síntomas de la descomposición social que azota a este país centroamericano.
Sin desconocer la preocupante situación de inseguridad que vive El Salvador –en algunos puntos análoga a la que encara México–, está claro que la reducción de la violencia anunciada ayer es un resultado efímero y que un verdadero remedio a esta problemática requiere de medidas muy diferentes a la violencia de Estado y la criminalización de la pobreza.