La antigüedad de ese laberinto que llamamos Centro Histórico en la Ciudad de México data de la vida y del trágico destino de Tenochtitlan. De la urbe mexica sabemos poco. Los documentos que nos informan de ella son contados. Y la Conquista se encargó de enterrar una parte sustancial de su memoria. Tenochtitlan reunía en un espacio íntimo y exuberante a centros religiosos, a mercados que deslumbraron a Bernal Díaz del Castillo, a las casas de la nobleza tenochca y sitios del juego de pelota, todo en medio de multitudes que daban vida a la ciudad. La Conquista no sólo destruyó la ciudad y la sepultó bajo nuevos edificios, sino que desintegró a la civilización que la había erigido. Su toma en 1521 se rigió por las mismas técnicas de guerra que los españoles habían empleado en la expulsión de las culturas árabes que habitaban el sur de la península ibérica: profanación de templos, quema de documentos y registros, devastación de cultivos, diseminación de poblaciones. En el siglo XVI, reducir a ruinas a una ciudad significaba arruinar las representaciones del espacio y el espacio vivido en los que se extraían las orientaciones mínimas que hacían posible la vida social.
El voluminoso estudio de Carlos Alba Vega y Marianne Braig, Las voces del Centro Histórico: la lucha por el espacio en la Ciudad de México (Colmex, 2022), acaso una de las obras más relevantes producidas por las ciencias sociales en México en la última década, propone en su parte introductoria una prolífica reinterpretación de la historia del Centro Histórico a partir de estas categorías acuñadas por Henri Lefebvre. En su texto clásico, La producción del espacio, Lefebvre distingue (según Alba Vega y Braig) tres momentos en los que los hábitos y los lazos de la sociedad se instituyen a partir de la experiencia espacial que ellos mismos propician: las prácticas espaciales, las representaciones del espacio y el espacio de representación (el espacio vivido). A partir de esta tríada, la historia del Centro Histórico aparece como una trama en la cual la urbe deviene un complejo mapa de signaturas y acotamientos de la vida pública: la política, la religión, el esparcimiento, las fiestas civiles y el comercio, entre otros, cobran forma y materialidad en lugares sociales específicos que definen y hacen posible las distintas esferas de la vida en la ciudad. Se trata de un intrincado laberinto en que se acumulan las capas del tiempo y los estratos de la memoria y del olvido.
Todo ello, para llegar al tema central del libro: una auténtica inmersión en el mundo de los vendedores en la vía pública y de su dramática existencia y reproducción en las últimas décadas del siglo XX y principios del siglo XXI. Un mundo que enfrentamos a diario y que, sin embargo, para la mayor parte de la ciudad permanecía prácticamente como un enigma. Todo esfuerzo por hacer visible lo que permanece irónicamente invisible requiere de una inversión conceptual. A eso que la opinión pública estigmatiza a diario como el “ambulantaje”, el “comercio informal”, “los puesteros”, y que una parte de la ciudad defenestra como “la precariedad”, “el peligro (del crimen)”, la “urbe desobrada”, el texto lo redefine como una excepcional y asombrosa creación social de resistencia y afirmación: la economía popular que da pie a formas de poder desde abajo. Una a una, se muestran las innumerables formas en cómo esa economía invisible representa el sostén económico y social de una cuantiosa parte de la población urbana, aquella con ingresos que apenas alcanzan para sobrevivir.
A lo largo de la narración de 32 historias de vida, se recorren los más íntimos detalles de las intrincadas lógicas que instituyen a esa última trinchera esencial de la vida urbana. Göran Therborn, quien escribe una perspicaz introducción al volumen, llama a esta compleja polifonía “sinfonía mexicana”. Y lo es, sin duda, sólo que una sinfonía altamente disonante, dramática y entrecruzada por conflictos con los poderes fácticos de la ciudad. Las voces que ahí se escuchan provienen de todas las instancias que cifran el conflicto cotidiano de un universo en el cual la corrupción política, el amasamiento de fortunas a costa de los vendedores en la vía pública, la sobrexplotación de mujeres, niños, indígenas es la contraparte, y la amenaza permanente, de la economía popular. Una radiografía de nuestra “corte de los milagros”.
Hay tres momentos que merecen especial atención:
1) La impresionante capacidad del comercio en vía pública para adaptarse a las exigencias de la globalización. China, sus mercancías, sus bancos, su crédito, sus sistemas de apoyo social han devenido uno de los sostenes fundamentales de ese mundo en que dominan negocios y organizaciones sostenidas esencialmente por mujeres.
2) El paso del corporativismo al fragmentalismo político. Si en la época del dominio del PRI existían tres organizaciones de vendedores que garantizaban la relación con el Estado, a partir de la llegada del PRD (y después de Morena) al GDF, comienza su fragmentación en cientos de pequeños y medianos organismos. La cara oculta del consenso de esa franja política.
3) Se trata de redes sociales que ofrecen salida a quienes, desde la pobreza, emigran a la ciudad; a jóvenes que encuentran salida para evitar vidas perdidas en el crimen organizado o en la emigración; a mujeres capaces de sostener no sólo familias, sino organizaciones sociales enteras.