En su carta anual dirigida a inversionistas, un documento relevante y que ciertamente esta clase de instituciones no se toma a la ligera, el CEO de Black Rock, Larry Finck, aseveró que “la invasión rusa de Ucrania ha puesto fin a la globalización que hemos vivido y experimentado en las últimas tres décadas”.
Finck argumenta que “la agresión de Rusia a Ucrania y su posterior desvinculación de la economía global impulsará a las empresas y gobiernos de todo el mundo a revaluar sus dependencias y a volver a analizar sus huellas de fabricación y ensamblaje, algo que el covid-19 ya había incitado a muchos a comenzar a hacer.”
Así, Finck se une a un nutrido coro de voces, entre ellas la de quien esto escribe, que han señalado que el conflicto bélico representa un momento determinante en un trayecto que nos encamina hacia un cambio de paradigma pocas veces visto en nuestra historia.
Si bien corresponderá a los historiadores del futuro determinar la profundidad, duración y resultado final de dichos acontecimientos, actualmente casi nadie pone en duda que estamos en una fase de transición profunda. Articular los sucesos con base en un solo principio explicativo resulta complicado, cuando no erróneo. Baste decir que el mundo encara una crisis en diversos frentes, de los cuales el primero y más evidente es el económico.
Es importante en este contexto recordar las medidas implementadas en respuesta a la crisis financiera de 2008 y la subsecuente crisis europea. Esto es, la inyección de liquidez operada por los bancos centrales fue efectiva en evitar el colapso de los sistemas financieros globales, pero poco hizo para garantizar el crecimiento futuro de las economías nacionales.
Destinados a estimular la economía, estos recursos encontraron camino hacia empresas poco rentables que optaron por recomprar acciones, en detrimento de la inversión en proyectos productivos, apuntalando una economía zombi. La baja inflación atribuida a la inclusión de China en la Organización Mundial de Comercio, la revolución tecnológica iniciada en 2008, así como la incapacidad de la política monetaria para generar mayor demanda agregada, se tradujo en la rigidez de los salarios nominales. Afortunadamente, este “estancamiento” ocurrió en un periodo de baja inflación, permitiendo que los salarios reales no se erosionaran, lo cual contribuyó a mantener una tensa calma social.
A partir de entonces, la democracia representativa ha enfrentado una crisis de legitimidad, alimentada por la percepción, en ocasiones acertada, de que el diseño institucional ha fracasado a la hora de procesar y guiar el destino de millones de seres humanos. A medida que las condiciones económicas de la década pasada se evaporen, la crisis política tenderá a agravarse y parece ser inevitable.
¿Se trata de una transitoria supeditada a una espiral inflacionaria? No, quizá la inflación pueda ser temporal, dependiendo de lo que se entienda por esto; sin embargo, es altamente probable que, como han señalado Viktor Shvets y Yuval Noah Harari, la revolución tecnológica ya en marcha tenderá a elevar los desafíos.
Si la crisis pandémica hizo evidente la falta de inversión productiva y desnudó la incapacidad que las economías tienen para hacer frente a choques “externos”, proscribiendo a su paso las políticas neoliberales, la revolución tecnológica que se avecina tenderá a volver obsoletas categorías sociales sobre las que operan nuestros sistemas políticos.
La completa automatización de la manufactura y los servicios, que constituyen la columna vertebral de la economía moderna, supone no sólo la completa reinvención, sino la pérdida de millones de empleos. El conflicto bélico entre Rusia y Ucrania, sus derivados económicos, pero también las economías desarrolladas que hace décadas decidieron exportar sus industrias manufactureras, son cruel recordatorio de lo que puede ocurrir si no nos preparamos para el futuro.
México cuenta con la particularidad de estar bien situado geográfica y económicamente para el porvenir; sin embargo, la crisis del sistema de partidos es un fiel reflejo de que institucionalmente no hemos hecho el trabajo necesario. Nuestro sistema no ha superado la tentación de organizarse en torno al lugar que tal o cual partido ocupa en el espectro político.
Situados a la izquierda o derecha, con matices, por supuesto, la clase política no ha reparado en que, gran parte del diseño institucional hecho en el siglo XX, sistema de salud, pensiones, acceso al crédito, educación y aparato fiscal, se desarrollaron a la sombra de una figura central: el trabajador.
Concebido en un contexto histórico determinado, se constituyó un Estado que mide su éxito o fracaso de acuerdo con su capacidad de satisfacer las necesidades del trabajador. Hoy, el avance de la tecnología amenaza con desterrar, o en el mejor de los casos, transformar radicalmente este concepto. En un país con altos índices de informalidad, el sistema político, especialmente el partidista, tiene que modernizarse para incorporar los nuevos cambios que experimentarán los trabajadores, invertir en su educación, desarrollo e incluso, desempleo.
Sólo así se podrá garantizar la gobernabilidad y subsanar la crisis de representación que enfrenta el sistema.