La guerra de invasión que Rusia lanzó en Ucrania hace poco más de un mes está relacionada sin duda con el deterioro de la relación entre Washington y Moscú, concretamente con el empecinamiento de Estados Unidos de ampliar hacia el este la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y de rodear las fronteras occidentales rusas mediante un enorme aparato militar, medidas que, tras el derrumbe de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría, no tenían ninguna razón de ser. Sin afán de justificar una guerra que es ciertamente injustificable, la violenta incursión ordenada por el Kremlin en el territorio ucranio es una respuesta a ese afán, continuado por sucesivos ocupantes de la Casa Blanca, de mantener a Rusia en jaque permanente.
Ahora, para entender el conflicto es necesario asumir que éste se desarrolla en cuando menos tres pistas distintas: la de los vínculos entre Ucrania y Rusia –de una enorme complejidad histórica, por cierto–, la de la relación entre Rusia y Europa y la de la correlación entre Moscú y Washington.
Al calor de la invasión de Ucrania, este tercer ámbito, de suyo conflictivo, ha alcanzado un alarmante nivel de tensión, debido a las destempladas reacciones de la Casa Blanca, las cuales, lejos de colocar la guerra en su justa dimensión y de contribuir a una solución pacífica, lo han internacionalizado y amenazan con llevarlo a una escalada bélica sin precedente que podría arrastrar a buena parte del planeta.
Más allá de los señalamientos sobre el apoyo otorgado por la Casa Blanca a los sectores rusófobos en la propia Ucrania y de las evidentes presiones al resto de los países –incluido México– para que adopten en contra de Rusia diversas medidas hostiles, es preocupante el tono de desmesurada agresión con que el presidente Joe Biden ha estado refiriéndose al gobierno de Moscú y, particularmente, a su homólogo ruso. El sábado, durante su visita a Polonia, el mandatario estadunidense no vaciló en llamar “carnicero” a Vladimir Putin ni en afirmar que “este hombre no debe seguir en el poder”.
Un día después, el secretario de Estado, Antony Blinken, buscó atemperar lo dicho por su jefe, afirmó que lo que éste quiso decir fue que “Putin no debe tener el poder de emprender una guerra” y aseguró que “no tenemos una estrategia de cambio de régimen en Rusia”. Sin embargo, el agresivo discurso del mandatario estadunidense de seguro no va a disipar las dudas del Kremlin sobre las intenciones de la Casa Blanca para con el gobierno moscovita, justamente la clase de factores que explican en buena medida la orden de ataque contra Ucrania emitida por Putin en febrero pasado.
Independientemente de la deplorable guerra en curso entre las repúblicas ex soviéticas, es sin duda una insensatez llevar los intercambios declarativos entre dos estados poseedores de miles de armas nucleares al ámbito de los exabruptos y las bravuconadas. Por un elemental sentido de responsabilidad, es urgente que Washington y Moscú eviten que la invasión rusa a Ucrania contamine el conjunto de su relación bilateral y restauren condiciones de comunicación propicias para resolver de manera pacífica el conflicto mencionado y otros que provocan destrucción, sufrimiento y muerte en diversos puntos del planeta.