La guerra en Ucrania ha exhibido que para los gobiernos y las sociedades occidentales la capacidad de sentir empatía y mostrar solidaridad es determinada por el color de la piel de quienes requieren socorro. En estas semanas, Polonia ha recibido a casi 2 millones de ucranios que huyen de la conflagración, Hungría a más de 260 mil, Eslovaquia alrededor de 200 mil, y Rumania y Moldavia, a decenas de miles, mientras gobernantes, ciudadanos e incluso empresas de todo tamaño se han movilizado en las naciones desarrolladas para enviar toda la asistencia posible a los refugiados.
Esta actitud generosa y claramente loable contrasta de manera vergonzosa con la indiferencia e incluso hostilidad hacia quienes se encuentran en situaciones análogas a la de los ucranios, pero no comparten sus características físicas. Judith Sunderland, directora de Human Rights Watch para Europa y Asia Central, lo expresó con crudeza: “la maravillosa muestra de solidaridad con los refugiados ucranios contrasta fuertemente con el trato que reciben los migrantes y refugiados de otras partes del mundo, la mayoría de ellos morenos y negros”. Es el caso de casi un millón de integrantes del grupo étnico rohinya que se hallan confinados en Kutupalong, Bangladesh, considerado el mayor campo de refugiados del mundo. En ese un amontonamiento de viviendas improvisadas con láminas o con trozos de bambú y plástico, vive una población equivalente a la de Morelia, Michoacán, sin que a nadie parezca importarle y sin que se oiga hablar de ella, salvo cuando la golpea una nueva tragedia, como los frecuentes incendios mortales.
Acaso Occidente se desentienda de la situación de los rohinyas por ocurrir muy lejos de sus fronteras, pero no podría argumentar lo mismo ante los millones de personas que huyen de la guerra y el hambre en África y Medio Oriente. En este sentido, es imposible olvidar que desde 2016 la Unión Europea cerró un acuerdo ignominioso con Turquía para entregarle 6 mil millones de euros a cambio de que mantuviera cautivos a quienes intentaban alcanzar el espacio comunitario atravesando el territorio turco; medida descrita por la entonces primera ministra de Polonia con una frialdad pasmosa: “Hemos decidido”, dijo, “que el asunto de los inmigrantes se decidirá fuera de las fronteras europeas”. También es ilustrativa la actitud del actual gobierno polaco ante los kurdos que en noviembre pasado intentaban entrar a su país desde Bielorrusia: se trataba de apenas 4 mil personas, pero Varsovia desplazó a sus tropas para repelerlas, anunció la construcción de un muro en su frontera para cerrarla definitivamente a quienes clamaban por ayuda, e incluso calificó las solicitudes de asilo de una “guerra de tipo desconocido” en la que los civiles son usados como “municiones”.
El mes pasado, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) informó que mil 161 migrantes murieron en el mar entre el norte de África y Europa en el primer semestre de 2021, un aumento de 155 por ciento en comparación con el mismo periodo de 2020. Sólo en la ruta que va a Italia y Malta desde Túnez y Libia –la más peligrosa para los migrantes a escala mundial–, murieron 769 personas en ese lapso, y 18 mil desde 2014, una tragedia empeorada por la obstrucción e incluso criminalización de las autoridades europeas a las organizaciones que tratan de asistir a quienes se lanzan al mar en embarcaciones precarias. Al otro lado del Atlántico, gobierno y sociedad estadunidenses no han vacilado en apoyar al pueblo ucranio, al tiempo que mantienen inconmovibles sus políticas migratorias xenofóbicas y su indiferencia ante las circunstancias que fuerzan a cientos de miles de centroamericanos a dejar sus lugares de origen.
Ante este panorama, resulta increíble que los mismos gobiernos que practican de manera tan descarnada el racismo hacia los refugiados se sientan autorizados para aleccionar al resto del mundo en materia de derechos humanos y prácticas democráticas.