La “blanquitud”, como la definió Bolívar Echeverría, no es tener la piel blanca sino comportarse según una particularidad llamada “eurocentrista”, proyectada como universal. No es europea ni estadunidense, porque ni todos sus pobladores viven de acuerdo con sus reglas ni todos son blancos, ricos ni habitan el “Estado de derecho”. El primer mundo es una ficción que somete a una parte de las élites y clases medias latinoamericanas a una jerarquía que las niega. Hace comportarse a sus promotores coloniales como los eslabones más bajos de la escalera ilusoria, donde serían discriminados si vivieran en Canadá o Alemania. Oculta desigualdades del poder de la que todos somos objetos: que siempre hay alguien más arriba de la jerarquía; que se nos juzga por nuestra apariencia y precio en el mercado laboral; que somos sustituibles. Al interior de nuestros países, sirve como justificación de que el escalafón tiene bases “naturales” en la personalidad: se asimila la pobreza a un error del carácter, a una falta de voluntad, empeño, talento y no ser tan pobre, no a la suerte de las circunstancias del origen, sino al merecimiento.
Una de las cosas más misteriosas de cómo funciona la “blanquitud” es que sus portadores no se dan cuenta de que la tienen interiorizada. Ahora que los detractores del nuevo aeropuerto Felipe Ángeles se desbocaron en prejuicios del clasismo racializado, algunos de ellos negaron tajantemente tener recelos y sesgos de “blanquitud”. Parte de cómo funciona la superioridad de someterse a una jerarquía ilusoria donde estás hasta abajo de la escalera global pero arriba de lo que crees que es tu país, es que crees que existes con independencia de los demás y que, incluso, eres un creador de tu propia racionalidad. Lo que yo poseo no puede ser cuestionado porque, en fin, es lo que yo poseo. Por eso Bolívar Echeverría no lo planteó como una ideología, sino como una forma de comportamiento, una práctica de excluir lo que de negable me habita para obtener el aprecio de los que admiro.
El arraigo que antes se definía por la nación o el territorio de origen, ahora se establece por poseer objetos con ciertas marcas “exclusivas” de ropa, dispositivos móviles, computadoras y hasta vacunas de ciertos laboratorios. Lo que llamamos “humanidad” se hizo mercantil y los que no poseen un iPhone son humanos, además de invisibles, inviables. La historia de cómo llegamos del “hombre” de los derechos humanos, en 1945 –que era blanco, patriarcal, heterosexual–, al consumidor desligado de su propio espacio y angustiado por el tiempo, de poseer lo nuevo y estar “actualizado”, es la semblanza de nuestro “grado cero”. Con ese término, el filósofo Henri Lefebvre definió la degradación de la cultura a la mera cotidianidad, a lo habitual, a lo acostumbrado, ya expurgada de los deseos, pasiones y desgracias. A ese “grado cero” le atribuye Lefebvre el que la racionalidad económica –el cálculo costo-beneficio– haya invadido hasta la vida personal, que calculemos hasta el amor, la empatía y el respeto; que el Yo sea ahora una función del marketing.
El “grado cero” comenzó con el llamado por Fukuyama “fin de la Historia”, donde se suponía que las democracias de partidos –de preferencia binarios– y el libre mercado –de preferencia de monopolios transversales– habrían terminado con la historia, es decir, con la política, los conflictos, las batallas culturales y las guerras. Se llegaba a ello por la “derrota” de los socialismos, reales o ideales, y por un sistema tecnológico inobjetable, no sujeto a los vaivenes de la fortuna, las emociones humanas, las ideas como pasiones. En ese ascetismo social, nuestras vidas se harían habituales y acostumbradas. En el “grado cero”, las culturas no serían más que petrificaciones “naturales” que habría que uniformar. Así, Fukuyama también propuso una última batalla apocalíptica, antes del Advenimiento del Reino, de Occidente contra Oriente; la tecnocracia contra el Islam.
El humano que habitaba ese “fin de la Historia” era un dispositivo mercantil, sin arraigo tanto en territorio como en ocupación laboral, dispuesto a lo nuevo, fingiendo todo el tiempo a adaptarse a lo que todavía ni siquiera alcanza a entender y, a imagen y semejanza del algoritmo, un ser supuestamente flexible pero que puede ejecutar apenas unas cuantas de sus infinitas posibilidades. Para poder existir, el habitante del “fin de la Historia” debía desligarse de todos sus espacios: el interior, el vertical y el circular; es decir, sólo tener voluntad, sin “errores” psicológicos ni traumas; creerse no sometido a ningún poder ni siquiera el de los accionistas de los fondos de inversión que controlan su vida, y separarse de sus semejantes, de su familia, su comunidad, de su país. La tolerancia a la ambigüedad hace del “grado cero” un tiempo en que se salta de algo innovador a lo siguiente más innovador, sin preguntarse jamás por el espacio que ocupamos, el de las raíces y las trascendencias, entre ellas, la política. Aun el discurso ecologista fue tocado por la eliminación del espacio: el planeta es un abstracto sin personas.
Hay un personaje que simboliza al nuevo habitante del “grado cero”. Su nombre es Elizabeth Holmes que, siendo alumna de medicina de segundo grado en Stanford, renunció al estudio, a tener una pareja –porque la distraía–, y se empeñó en crear algo que tuviera un impacto parecido al iPhone y el Internet. Imaginó un aparato que hiciera análisis clínicos con base en una sola gota de sangre. Diseñó la campaña publicitaria, los lugares que sustituirían a los laboratorios clínicos, unos juguetes para los niños que se irían a hacer su punzación de dedo. Todo lo diseñó, menos el aparato mismo, cuyas imposibilidades técnicas tienen que ver con la ciencia –cantidad de sangre, el hecho de que se coagula, el que los diagnósticos no son procesos matemáticos unívocos y dependen del juicio de un médico– y con un imprevisto para la vida del “grado cero”: que los humanos no somos ganadores y perdedores, sino los que intentamos. Al final, Elizabeth Holmes terminó enjuiciada por fraude, pero acuñó una frase que retrata a la blanquitud angustiada por sobresalir en la maraña de las jerarquías: “Finge que lo tienes hasta que lo hagas”.