El reconocimiento de los derechos humanos en México ha implicado un proceso arduo, de muchos años, que desde la sociedad civil organizada se ha impulsado para lograr la reivindicación de la dignidad de todas las personas, sobre todo la de quienes han sido víctimas de un sistema económico y social profundamente desigual. Garantizar el derecho a una alimentación adecuada en este marco debe representar una prioridad, no sólo por ser un derecho que con su ejercicio permite el goce de otros derechos, sino también por el contexto de desigualdad que deriva en altos índices de pobreza y hambre para la población en el país: de conformidad con el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, más de 28 millones de personas sufren carencia alimentaria, y según la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición, de 2018, cerca de 11.3 millones de personas viven en condiciones de inseguridad alimentaria severa.
Ha sido en la reforma constitucional de junio de 2011 donde se estableció que el Estado mexicano tiene la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos reconocidos, tanto en la propia Constitución como en los tratados internacionales sobre la materia. Un avance histórico y fundamental no sólo en el ejercicio legislativo de los derechos humanos, sino en su justiciabilidad y ejercicio.
Por consiguiente, el 13 de octubre de 2011 se modificó el artículo cuarto constitucional para reconocer el derecho a una alimentación nutritiva, suficiente y de calidad, vinculado al artículo 27, que garantiza este derecho mediante el desarrollo rural integral y sustentable. Hasta aquí todo parece indicar que hay voluntad por parte del Estado mexicano para garantizar dicho derecho. Sin embargo, con la reforma el camino apenas fue iniciado. Uno de los retos no logrado aún, y que representa una grave omisión por parte del gobierno federal, es la conformación de una Ley General del Derecho a una Alimentación Adecuada, aunada a la reforma de diversas leyes vigentes, para ser congruentes con el artículo cuarto de la Constitución, y asignar consecuentemente los presupuestos necesarios para la producción de alimentos sanos, nutritivos y asequibles para todas las personas.
Los esfuerzos por lograr esta ley, aunque no han sido suficientes, han estado presentes en distintos momentos durante los últimos 10 años. El más reciente, el pasado 3 de noviembre, cuando se publicó en la Gaceta Parlamentaria (Gaceta: LXV/1PPO-44/121786) una iniciativa, con un proyecto de decreto por el que se expide la Ley General de la Alimentación Adecuada, como resultado de un trabajo colaborativo e intersectorial, con la participación activa de organizaciones de la sociedad civil, académicos e investigadores que han aportado desde diversos ámbitos, para conformar una propuesta sólida, con respeto a los derechos humanos, en apego a nuestra Constitución y a los tratados internacionales en la materia.
Es menester mencionar que propuestas de ley previas se ven reflejadas en esta última, y que ha sido considerado el contexto de crisis de salud y de salud alimentaria, que se agravó con la pandemia del covid-19. Es también importante que una propuesta de ley como ésta considere los diversos factores que afectan la nutrición de las personas desde una perspectiva interseccional, como la raza, el origen étnico, el género, la edad, el nivel socioeconómico y cultural, etcétera. Además de los ámbitos que son parte del proceso de la alimentación, desde la producción de los alimentos, hasta llegar a su consumo y consecuencias, pasando por su acceso y disponibilidad.
Aunque esta propuesta de ley no ha logrado integrar sustancialmente todos los ámbitos relacionados con la producción de alimentos, por ejemplo, la participación de las comunidades campesinas y sus formas de producir alimentos, sea de manera local, para autoconsumo o a pequeña y mediana escalas para su comercialización, sí cuenta con elementos fundamentales que permitirían el cumplimiento de este derecho.
Una Ley General del Derecho a la Alimentación Adecuada es necesaria en México para buscar transitar de un modelo de producción de alimentos industrial, ajeno a las culturas presentes en el país, y carente de los nutrientes necesarios para la población, a un modelo con formas de producción de alimentos culturalmente adecuados y libres de los paquetes tecnológicos impuestos a partir de políticas neoliberales que han considerado a la alimentación como una mercancía y no como un derecho humano fundamental: semillas transgénicas, agroquímicos tóxicos y alimentos ultraprocesados dañinos para la salud.
Se buscará así recuperar la soberanía alimentaria, revalorar las agriculturas campesinas e indígenas y la nutrición de todas las personas, dando con ello continuidad a las políticas públicas vigentes para garantizar la exigibilidad del derecho humano a una alimentación adecuada.