Meses antes de tomar posesión, desde que fue declarado presidente electo, Andrés Manuel López Obrador empezó a impulsar un cambio de rumbo en el país, y el hecho de que México ha cambiado mucho desde entonces no lo niegan sus aliados ni sus adversarios, por más que los segundos se afanen en componer escenarios de catástrofe nacional.
Las transformaciones de forma fueron evidentes desde el 1º de diciembre de 2018, cuando la antigua residencia de Los Pinos fue abierta al pueblo, el Estado Mayor Presidencial fue reabsorbido por las fuerzas armadas y AMLO circuló en su Jetta por calzada de Tlalpan rumbo al Palacio Legislativo de San Lázaro, sin más escolta que la de quienes lo saludaban al paso, para uncirse la banda presidencial. Poco a poco, el aparato de gobierno está aprendiendo a escuchar, a servir y a despojarse del despotismo, el desdén y el acento hierático que lo caracterizaba.
Pero eso que se llama la marcha del país no es tan visual ni se deja sentir tan fácilmente por la experiencia empírica. Los programas sociales están rindiendo frutos; los índices delictivos y la inseguridad empiezan a disminuir, aunque a un ritmo mucho más lento que el que uno desearía, y su virulencia tiende a concentrarse en media docena de entidades; la sociedad pone a debate en plena libertad, como debe ser, todos los asuntos públicos imaginables; la economía resiste los efectos de la crisis mundial y de dos años de portazo pandémico; la campaña de vacunación contra el covid-19 es un éxito y la democracia funciona, pese a todo y a pesar de la mafia tecnocrática que controla el INE.
En el ámbito de las percepciones, una transformación nacional siempre tiene algo de anticlimático porque las cosas cotidianas no cambian al día siguiente del triunfo de la causa, las calles no necesariamente amanecen más limpias, nadie sube un peldaño en la escala social de la noche a la mañana y la solución a los problemas y vicios heredados tardan meses, años o incluso décadas. Aunque si se hace una enumeración de lo avanzado en estos poco más de tres años, el cambio se aprecia como vertiginoso.
El 21 de marzo pasado fue una de esas raras fechas en que todos los que creyeron en la posibilidad de la transformación pudieron observar y tocar , de golpe y de conjunto, que ésta se encuentra en marcha. La inauguración del Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles en Santa Lucía evidenció el sentido de un gobierno que cumple lo que promete, que ejecuta una magna obra pública con eficacia y en el tiempo previsto, dentro del presupuesto estipulado, con sentido social y nacional y sin desaparecer un solo peso.
El estreno del AIFA mostró que un México mejor es posible y más aún, que está en construcción: un México que cierra la puerta a la corrupción, pero que alienta los negocios lícitos, que funciona sin necesidad del lubricante de moches, que opera con respeto al entorno, que incorpora a sus grandes proyectos la historia y la cultura y que no excluye ni margina a nadie. La gran promesa implícita para los asistentes es que esa terminal es para todos y no sólo para un puñado de privilegiados y que quienes aún no pueden acceder al transporte aéreo pronto podrán hacerlo. Y miles de personas de todas las regiones y condiciones sociales, de todos los oficios y de diversas ideologías, pudieron descubrir, además, aspectos que desconocían de los militares: el de servidores del pueblo.
La derrota del adversario no se vive igual que la victoria propia. El proyecto del aeropuerto en Texcoco empezó con encarcelamientos, con opositores asesinados y con mujeres violadas por policías federales y estatales, y terminó 12 años después, en unos fierros semisumergidos en charcos de aguas turbias. Un día, ojalá que pronto, el área natural protegida terminará de disolver esos vestigios infames. Pero por lo pronto, esa historia duele por el sufrimiento que se infligió a los pueblos, por el ecocidio que se perpetró y por el dineral que desapareció en un hoyo sin fondo y que habría podido servir para escuelas, caminos y hospitales.
El AIFA, en cambio, tiene cara de triunfo, un rostro mucho más dulce que no mira hacia el pasado lacerante, sino hacia un futuro que ya se puede tocar con la mano: el del país sin exclusiones ni privilegios indebidos en el que conviven el sector privado, el sector público, la economía social y los ciudadanos sueltos, los civiles y los militares, el uso de la tecnología de punta y el rescate de los bienes históricos y hasta de los prehistóricos; el país en el que las promesas se cumplen y se entregan y en el que la necesidad colectiva se antepone a los intereses de pequeños grupos de corruptos.
Es natural que la reacción oligárquica se haya puesto furiosa y que haya recurrido para la ocasión a la más extremada violencia verbal del racismo y el clasismo. La inauguración del AIFA demostró que esta transformación no tiene vuelta atrás hacia el régimen anterior. Más que aeropuerto, el pasado 21 de marzo estrenamos país.
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