La guerra entre Rusia y Ucrania, la emigración de ucranios por países vecinos y en toda Europa me permiten simbolizar con la situación mexicana matizada en algunos estados por la violencia y las migraciones imparables del campo a las ciudades o hacia Estados Unidos.
Tentativamente, considero imprescindible enlazar el trauma de la guerra con el duelo, el hambre y, en última instancia, la marginalidad.
Nos llenamos de pánico y terror ante las amenazas de los grandes países y nos olvidamos de los marginados que simbolizan la guerra local.
El trauma actúa en dos frentes desde el exterior, pero no menos traumáticos resultan los influjos procedentes del interior, provocando un efecto potencial que sobrecarga al aparato síquico restándole posibilidades de simbolización y elaboración.
El sujeto que vive en la marginalidad tiene carencias múltiples, tanto internas como externas, las pérdidas se suceden una a otra y los duelos se tornan inelaborables. Y no resulta fácil hacer la distinción entre pobreza y marginalidad.
El medio externo es fuente constante de frustración para el marginado. Los campesinos indígenas que emigran a la ciudad acuden deslumbrados por el “espejismo” de las supuestas oportunidades que ofrecen las grandes ciudades, aunque en realidad poco o nada conocen de las mismas. Huyendo del hambre y la violencia, las condiciones infrahumanas en que viven, a pesar del arduo, agotador y mal remunerado trabajo en el campo, arriban a la ciudad, donde automáticamente se convierten en exiliados en su propio país, ignorantes del lenguaje y las costumbres de la urbe, inmersos en una simbología totalmente ajena y que, por tanto, se torna enajenante. El sistema no se queda atrás y contribuye a excluirlos y marginarlos cada vez más.
Se asientan en la periferia de la ciudad (la zona oriente), las azoteas y los cada vez mayores cinturones de miseria, que la abrazan asfixiándola más y más. La hacienda del marginal es el tugurio, su residencia en muchos casos, los basureros, presas del hacinamiento y, por ende, de la promiscuidad.
Herederos y usufructuarios, por generaciones, de violencia, agresión y muerte.
Exiliado y extranjero en su propia tierra, el campesino se instala en lugares carentes de todos los servicios públicos y sanitarios.
Extranjero que, sin trabajo ni credenciales, y de remate analfabeto, vive en la tierra de nadie y como nadie se siente. El miedo lo margina, lo excluye, lo ultraja y, ante tal caos, la única salida viable es la violencia.
En suma, los eventos traumáticos se eslabonan en una incesante cadena de apretado tejido en que los de la ciudad, a pesar de verlos, oírlos, sentirlos, no queremos ni verlos, ni oírlos, ni sentirlos, menos tocarlos.