Hace unas semanas, Carmen Parra me preguntó, desde el otro lado del Atlántico, si conocía el bustrofedón. Viniendo de una artista que aspira a pintar mariposas, ángeles, el aire, el vuelo, en fin, lo invisible, habría podido responder que quizás el bustrofedón podría ser un serafín caído en tierra. Pero, acaso porque, como señala Borges en El golem, “la palabra es arquetipo de la cosa / en las letras de ‘rosa’ está la rosa / y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’”, el bustrofedón me apareció como un buey mitológico jalando su arado entre los surcos. “Es una forma de escribir –me aclaró Carmen–, un reglón hacia la derecha, el siguiente hacia la izquierda, y así sucesivamente”. Término de origen griego, amalgama de “bous” buey y “strefein” dar la vuelta, se refiere a la semejanza de esta manera de escribir con la trayectoria formada en las tierras de labor con el arado jalado por bueyes. Siembra y cosecha de las palabras. Tipo de escritura que aparece en antiguas inscripciones griegas e hititas.
Al mismo tiempo que una vez más me asombró cómo una palabra desconocida, un término nunca escuchado, hace cruzar por la mente el objeto que significa como si la palabra fuera la cosa, oí a Carmen explicarme que el siguiente número de Unidiversidad, revista de la Universidad Autónoma de Puebla, nos estaría dedicado. Miguel Maldonado, codirector de la publicación con Pedro Ángel Palou, admirador de la obra de Parra, decidió acompañar las pinturas escogidas con diferentes textos correspondientes que yo había dedicado a la pintura de Carmen a lo largo de casi medio siglo que llevamos de conocernos: una relación que es una ida y vuelta entre ambas o, más bien, entre sus obras y la escritura que me inspira. Reflejos y ecos devolviéndose al infinito sus imágenes y sus palabras en un va y viene a la manera del bustrofedón. Hoy no me parece un azar que el primer dibujo que Carmen Parra me dedicó fuese el de una escritora mirándose escribir en un espejo o, tal vez, el de una pintora viéndose pintar. Mismo juego, ahora, con este número 39 de Unidiversidad que se lee al derecho y al revés.
Así, cuando Carmen me informó que habría una presentación de la revista en la Casa Lamm, invitándome a participar, acepté. Mi participación se haría vía Zoom desde París. Cuando, a las dos de la mañana para mí, las siete de la tarde en México, pude asistir al festejo: ver y escuchar a los participantes, mirarme en la sala en una pantalla, oír las risas del público, no pude dejar de recordar los ahora tiempos que parecen prehistóricos y deben serlo para las nuevas generaciones acostumbradas a los milagros de Internet. Un lejano entonces donde era necesario ir a un télex público de París para enviar mis notas. Antes incluso del fax. Y, ahora, estaba ahí, tan cerca, casi respirando el mismo aire. Cierto, ya había utilizado distintos sistemas de videollamadas para entrevistas con la televisión, pero era sólo una cara frente a otra.
Esa madrugada del jueves fue distinto: un verdadero viaje a México. Pude olvidar hora y distancia. Transportada a otro tiempo y a otro lugar, escuché a Miguel Maldonado presentar Unidiversidad, miré a Ofelia Medina, bella siempre, recitar versos de Quevedo y de Santa Teresa, oí las palabras sobre la obra barroca de Parra por la también colaboradora de La Jornada Semanal Germaine Gómez Haro, me emocionó el testimonio de Denise Dresser, pero sobre todo gocé viendo al público, oyendo exclamaciones, risas, aplausos y, al final, preguntas. Reconocí a algunos amigos, entre éstos a mi tan querida Tere Franco haciéndome señales frente a la pantalla desde donde yo la saludaba con la mano, casi tocándonos.
Viaje real e imaginario, un festejo de dos horas en México, donde se franqueó la distancia. Creí oler tacos al pastor y saborear un tequila. Al apagarse la pantalla, debí mirar a mi alrededor para percatarme de que estaba en mi casa en París y que la fiesta fue larga, pues había acabado al amanecer.