Reportear, salir a la calle con libreta en mano, recoger testimonios, fragmentos de historias, hilos sueltos, y luego de arduas jornadas “en campo”, sentarse a hilar, tejer. Ese es el oficio del periodista colombiano Juan Miguel Álvarez (Bogotá, 1977), ganador del tercer Premio Anagrama de Crónica, en colaboración con la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL), por su libro La guerra que perdimos.
Un trabajo que el jurado elogió al dar a conocer el fallo en la feria universitaria del libro UANLeer 2022 porque es “el relato íntimo de un reportero que se tropieza con vestigios en cada encrucijada, con esquirlas y cicatrices, como quien va recogiendo trozos rotos en cada paraje lejano de la geografía nacional para intentar recomponer algo que se parezca a una explicación”.
En entrevista con La Jornada, dice que pretende “explicar a los lectores de Latinoamérica lo que pasa con Colombia, cuál es la historia de la guerra contra las drogas situada en el contexto global y como elemento de la guerra fría, pues la violencia ha sido una manifestación muy criolla del conflicto entre Oriente y Occidente, entre comunismo y capitalismo, pues todas las guerrillas colombianas han sido marxistas leninistas”.
Su libro, sostiene, plantea ese panorama a través de 11 historias “que ayudan a comprender los vejámenes más terribles de la guerra de Colombia”.
Juan Miguel reconoce que su manera de tratar los temas está inspirada en Ryszard Kapuscinski, “su método de abordar el terreno para mí fue determinante. Aprendí demasiado leyéndolo. El jurado de este premio dijo que aunque escribo en primera persona no estoy en el centro de los hechos, y eso es el Kapuscinski puro y duro. Si algo le aprendí al viejo maestro polaco es eso: estar como personaje de tus crónicas sin ser el protagonista.
Reportero de trocha
“Desde que tenía 24 años organicé mi vida y comencé a tomar decisiones cotidianas como dónde vivir, con cuánta plata o qué tipos de obligaciones me puedo colgar, o no, para poder dedicarme a ser un reportero de montaña, de río, de mar, arena, desierto y selva, y me comencé a plantear desde entonces qué tengo que hacer, o evitar para que mi vida sea fácil y liviana, viajar en cualquier momento, investigar y escribir.
“Es decir, todas mis decisiones han sido siempre en función de ser reportero de trocha y no de oficina ni de sala de redacción. Llevo muchos años de trabajo de campo en Colombia, en sectores muy peligrosos, algunos de difícil acceso.
“Colombia tiene una geografía muy agreste y las vías de penetración son muy precarias, se llega a sitios muy recónditos después de viajes de horas y tortuosos. Me he preparado para eso tanto emocional como físicamente, y he preparado mi técnica narrativa para ser capaz de recoger todo, volver al escritorio y tener la habilidad narrativa, y la capacidad de bajar la observación al papel, que es un proceso supercomplejo.
“En resumen, mi manera de expresión, que es la crónica, sólo la concibo en la medida en que puedo ser un reportero de campo abierto”, reiteró el periodista, freelance durante dos décadas.
Ademas de sus colaboraciones para diversos medios, su primer libro lo publicó en 2013, titulado Balas por encargo, “una crónica de la violencia cometida por el narcotráfico en Colombia, pero situada en una región en específico, en Pereira, para mostrar el presente y plantear el terrible problema de cara al futuro con el tema del sicariato, distinto al conflicto armado, que es otra cosa.
“Luego publiqué Verde tierra calcinada, en 2018, donde narro la historia de siete parajes específicos que la guerra devastó, recogiendo testimonios de muchas personas, pero para contar qué le pasó al territorio, y el año pasado aparecieron Tiburones en la pecera y Lugar de tránsito, este último con fragmentos de mi libreta de notas y cierta bitácora de trabajo.”
Su gran mentor en el periodismo, detalla el reportero, fue su padre, cronista en su país natal, pero también los libros y trabajos de los estadunidenses Norman Mailer (La canción del verdugo) y Jon Lee Anderson, así como la mexicana Alma Guillermoprieto y, “por supuesto, La noche de Tlatelolco y Siete cabritas, de Elena Poniatowska, que para mí fueron impresionantes y reveladores, me enseñaron un montón, tanto como la crónica de Carlos Monsiváis, con su manera tan inteligente de distribuir la información y ser irónico.
“En Latinoamérica ha predominado el modelo gringo de la crónica y el reportaje literario, pero el modelo latinoamericano de la crónica por excelencia es el de Monsiváis, por su versatilidad, su juego y fragmentación. Por eso, a quien quiera dedicarse a esto le diría que no hay escritura sin lectura, el primer paso de todo esto es convertirse en lector”, concluye.