Los términos arte menor y artesanía suelen o pueden ser vistos como gemelos o parientes cercanos. Qué duda hay de que la artesanía, de aspiraciones tranquilas –en el imaginario popular lejanas a la atribuida pasión exacerbada del artista–, no pocas veces consigue estar “a la altura del arte”. Mas, aunque tanto el pretendido arte mayor –no aludimos al metro del verso, sino a lo que en general se denomina, y nada más, arte–, con cierta exigencia de autenticidad, como el menor, requieran ya de un eficiente, ya de un acendrado oficio, pienso que el principio que rige al primero (a lo artesanal) es, aparte del servicio, la cordial compañía, lo que lo diferencia del segundo, que en contraste atendería a la trascendencia, no siempre cómoda. Para decirlo no tan enigmática, aunque sí apretadamente, un arpa difícilmente querría ser sublime, la música de esa arpa al menos supondría cierta dirección hacia esa acaso siempre distante meta.
Los refranes, especie particular de poemínimos, condensaciones lírico-didácticas y por ello mismo con evidente carga mnemotécnica, reconocidos como sabiduría popular, anónima (que sin embargo alguien, alguno, o a través del pulimento del tiempo algunos, debieron generar), acostumbran, compañía que no demanda en exceso, habitar la zona del arte menor –bien que todo lo relativamente que se quiera apuntando a la trascendencia, al buen o mejor (al atinadamente) vivir.
Ahora, el ánimo lúdico en el arte menor, el gusto con que se trabaja, por exaltado que en ocasiones pudiera parecer, es más bien reposado, algo que en los artistas –de nuevo el imaginario popular– tendería a la exultación.
La décima, por aparentemen-te otra parte, es asimismo creación tanto popular (en la actualidad mexicana, Guillermo Velázquez, Frino, Jimmy Yáñez –mi hermano–, entre muchos otros) como de arte mayor, no sé si mejor llamarle –la expresión de cualquier manera parece cuestionable– culta, un ejemplo a la mano: la villaurrutiana Décima muerte.
Con refranes glosados –participio no del todo adecuado para el caso–, amplificados, presentados mediante alguna escena que finalmente desemboca en la exposición del ancestral saber del refranero, ha armado Raúl Eduardo González El sueño del armadillo, que a golpe de la llamada espinela (voz a la que el autor no recurre ni en el prólogo, tan connatural le es) a la vez divierte, regocija, instruye.