Fue un acto de poder, de consolidación de poder, la cancelación del Nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México (NAIM) el 3 de enero de 2019.
El primer Presidente de la República proveniente de un movimiento social progresista, avalado por una extraordinaria cantidad de votos en 2018, tuvo frente a sí la oportunidad de deslindarse radicalmente de un proyecto tan fastuoso como impregnado de indicios de corrupción al estilo de la administración peñista que le había antecedido.
Aun a estas alturas, Javier Jiménez Espriú, quien era secretario de Comunicaciones y Transportes, acepta que no hay pruebas formales de esa corrupción, aunque menciona una serie de factores técnicos, políticos, inmobiliarios y financieros como muestra de predisposición evidente al gran negocio en Texcoco.
Véase la entrevista a propósito de su reciente libro, de subtítulo engañoso La cancelación. El pecado original de AMLO: https://bit.ly/3udNAc8). Reconoce ahí que persiste la impunidad y acepta que Enrique Peña Nieto y el finado Gerardo Ruiz Esparza, ex titular de la SCT, fueron los principales responsables de ese desbarajuste con tufo a gran corrupción.
López Obrador tuvo la oportunidad de evitar el temprano choque con muy importantes inversionistas involucrados en el proyecto Texcoco (además del laureado arquitecto británico Norman Foster, se apuntaba como responsable de la obra el arquitecto mexicano Fernando Romero Havaux, casado hasta 2017 con Soumaya Slim, hija del máximo multimillonario nacional, Carlos).
Sobrellevó las presiones el Presidente recién estrenado, enviando señales disímbolas a los empresarios sumamente desconcertados e irritados (ahí comenzó el declive de Alfonso Romo, quien juraba a sus congéneres que Texcoco no se cancelaría). Hasta que, al inicio de 2019, formalizó su decisión de suspender la obra en curso y optar por el proyecto que en uno de sus flancos comenzó a funcionar ayer en Santa Lucía, en el estado de México.
El espíritu festivo que durante horas se disparó ayer en el segmento solidario con la llamada Cuarta Transformación (4T) tuvo como antecedente y motor esa decisión presidencial, una especie de quinazo a empresarios, de imponerse sobre los grandes capitales, no como Carlos Salinas de Gortari con el líder petrolero Joaquín Hernández Galicia, para legitimarse luego de un fraude electoral (AMLO estaba plenamente legitimado), pero sí para demostrar imperativamente que el poder presidencial tenía otras orientaciones y prioridades.
En consonancia con aquellas inaugurales iras empresariales se mantuvo largamente una campaña de desacreditación del proyecto Santa Lucía, con una predominante línea de ataque clasista que consideraba que los comisionados del gobierno federal, en este caso, militares, no serían capaces de construir en tiempo y forma un aeropuerto, así fuera a partir de la base castrense de ese lugar.
En el despecho, llegaron a calificar de “central avionera” lo que ahora es el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, convertidos algunos voceros políticos y mediáticos del gran capital en presuntos especialistas aeronáuticos de primer nivel.
Fue festivo el lunes aeronáutico de inicio de primavera, incluso con el detalle de las tlayudas de contrabando y el tendido de ventas ambulantes, ha de suponerse que sólo de manera excepcional por inicio de “temporada”. Celebración a sabiendas de que se necesitan mejoras viales de llegada y salida y que faltan fases por completar. Pero, rectora, imparable, la percepción de triunfo sobre los intereses confabulados, el clasismo y el rencor. Esa es la clave que siguen sin entender algunos de esos desatados antiobradoristas que ahora centran sus esperanzas en que algo salga mal en el Felipe Ángeles.
Y, mientras el caso Scherer-Gertz-Sánchez Cordero fue bateado provisionalmente por el Presidente en su conferencia en Santa Lucía, aunque la dimensión de las acusaciones hace imprescindible un posicionamiento de Palacio Nacional que no sea elusivo, ¡hasta mañana!
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