Los desastres de la guerra, como la que se desarrolla hoy día en el Este de Europa, entre Ucrania y Rusia, son conocidos de sobra. Sin embargo, no debe olvidarse que los poderes informativos organizan una selección constituida por los elementos que se convertirán en los hechos históricos, los cuales retienen, sobre todo, el número espantoso de víctimas mortales o heridas, así como las imágenes de las ciudades devastadas. Ante esta visión, el ser humano se estremece, llora, se indigna y, más allá de la indignación, se siente obligado a emitir un juicio, es decir, a tomar partido. Y este juicio es causa de la división entre las personas, enfrentadas según sus prejuicios, sus intereses, sus preferencias políticas, sus temores o sus esperanzas. Así comienza otra guerra que ya no es la de las armas sino la de las opiniones.
Para forjarse una opinión, el habitante de una nación cualquiera tiene necesidad de principios simples, y el primero de éstos es el muy antiguo maniqueísmo que pone en escena de un lado el Bien, del otro el Mal. Los buenos y los malos. ¿Quién aceptaría colocarse del lado malo? Desde siglos remotos, los hombres se hacen la guerra y no cesan de escribir para justificar sus combates. Uno de los primeros, Julio César, el emperador romano que invadió la Galia, convencido de su derecho a encarnar el Bien: ¿no poseía las pruebas establecidas por la superioridad militar de la civilización que encarnaba y, así pues, por la simple razón de la fuerza de sus legiones. ¡Vae victis! “¡Ay de los vencidos!”, decían los romanos, seguros de un privilegio que no podía ser encarnado sino por los vencedores. Sistema moral adoptado desde entonces por todos los jefes de guerra y extendido al mundo entero. Lo esencial no es hacer la guerra, es ganarla si se quiere escapar a la condena moral y física. Tal es el cinismo de la Historia.
En el combate de opiniones, el lenguaje se convierte en un arma y las palabras son utilizadas en el sentido que conviene a los combatientes. Un dictador habla de libertad en el momento mismo cuando prohíbe a sus adversarios hacer uso de ella suprimiéndoles cualquier libertad de expresión. Sobran ejemplos a lo largo de la historia y, hoy día, basta escuchar los discursos de los jefes de guerra para constatar que las palabras no sirven sino para impactar al rival en un concurso de audacia sin límites. Uno habla de “pacificación” cuando bombardea, el otro cubre de napalm toda una región para mejor “purificarla”.
Así va la guerra, y quienes sienten todavía apego al sentido de las palabras experimentan un dolor mental peor que el de una herida física, pues el sufrimiento mental puede llevar a dudar de todo y, en primer lugar, de la razón. La palabra locura aparece a menudo, en la actualidad, en los editoriales de la prensa francesa y mundial. Se pregunta si tal jefe de Estado está loco, cuando acaso debería plantearse si la locura no es la consecuencia inevitable del poder, un peligro que amenaza a los gloriosos conquistadores, siempre urgidos en tratar de locos a sus enemigos con el fin de hacer olvidar su propio delirio.
Es pues urgente, hoy como nunca, recuperar la razón y lograr la paz. Para esto se necesita aceptar negociar, escuchar el punto de vista de la parte adversa, debatir en vez de no pensar sino en matar, en nombre del Bien, evidentemente, a quienes se encuentran enfrente y expresan un discurso opuesto. Si la lectura tiene aún alguna influencia, podría recomendarse ciertos libros a los jefes de guerra, aunque no sea sino para enseñarles a respetar el significado de las palabras. Podría, incluso, ofrecérseles un diccionario. En él encontrarían quizá que el crimen no significa exactamente un generoso beneficio, que una bomba no es un regalo, que la guerra destruye y que la tortura envilece a quienes la practican. En suma, es hora de que quienes pretenden dirigir a los otros vuelvan a la escuela. A condición de que esta escuela siga aún de pie.