No tengo donde vivir. Escogí las palabras. Allá quedan mis libros, mi casa, el jardín, sus colibríes. Las palmeras enormes, las apodadas Bismarck por su aspecto imponente. No tengo donde vivir. Escogí las palabras. Hablar por los que callan, entender esas rabias que no tienen remedio. Se cerraron las puertas. Dejé los muebles blancos, la terraza donde bailan volcanes a lo lejos, el lago con su piel fosforescente, la noche afuera y sus colorines trastocados. Me fui con las palabras bajo el brazo. Ellas son mi delito, mi pecado, ni Dios me haría tragármelas de nuevo. Allí quedan mis perros Macondo y Caramelo, sus perfiles tan dulces, su amor desde las patas hasta el pelo. Mi cama con el mosquitero, ese lugar donde cerrar los ojos e imaginar que el mundo cambia y obedece mis deseos. No fue así. No fue así. Mi futuro en la boca es lo que quiero, decir, decir el corazón, vomitar el asco y la ranura. Queda mi ropa yerta en el ropero, mis zapatos mis paisajes del día y de la noche, el sofá donde escribo, las ventanas. Me fui con mis palabras a la calle. Las abrazo, las escojo. Soy libre, aunque no tenga nada.
Cultura
Despatriada
martes 22 de marzo de 2022 , p. 4a