Durante el gobierno del presidente José López Portillo nos dijeron que debíamos prepararnos para administrar la abundancia gracias a la creciente extracción de los hidrocarburos. Quienes denunciaban los daños ambientales que ello causaba fueron calificados de “amarillistas”. Igualmente si protestaban por la destrucción de miles de hectáreas de imponente selva en los estados de Veracruz, Tabasco, Campeche, Chiapas y Quintana Roo, para dar tierra a los jornaleros agrícolas del centro y norte del país. La de Uxpanapa, en Veracruz (200 mil hectáreas), perdió la mitad de su arbolado para reubicar a los chinantecos desplazados por la construcción de la presa Cerro de Oro. Les prometieron el paraíso. Fue lo contrario. La Lacandona, también diezmada.
El gobierno tenía un Programa Nacional de Desmontes, para arrasar la selva. La maquinaria para esa tarea, la proveía un secretario de Estado, que luego desgobernó Sinaloa. Se daban contratos de desmonte a periodistas afines al sistema y que descalificaban a los defensores de los pulmones verdes. Los contratos los vendían al mejor postor. Y en el sexenio de Salinas de Gortari el gobierno cooptó con cargos públicos a dirigentes de grupos ambientales y patrocinó la creación de ese negocio familiar que es el Partido Verde Ecologista.
Esos “amarillistas” demostraban con datos precisos la necesidad de no destruir las selvas para establecer la ganadería extensiva y/o cultivos no aptos para el trópico. Vacas en vez de árboles centenarios, en un país en que la mayoría no come carne por ser pobre. Esos “amarillistas” eran los científicos más calificados de las universidades y los nuevos centros de ecología creados por el Conacyt cuando lo dirigió con visión y eficacia Gerardo Bueno Zirón. El tiempo les dio la razón. En tanto, por pobreza integrantes de ejidos y comunidades indígenas mal utilizan los recursos naturales a su alrededor para subsistir.
También eran “amarillistas” los que recomendaban la ocupación racional del litoral marino. Las autoridades prometían que un nuevo polo turístico, Cancún, sería ejemplo de crecer sin depredar, ni de pobres al lado del lujo extremo. No fue así y tampoco en la Riviera Maya y sus dos principales ciudades, Playa del Carmen y Tulum. La mano de obra indígena de la Península de Yucatán y Chiapas, trabajando como jornaleros golondrinos en la construcción; o de jardineros, limpiando hoteles y viviendo en condiciones nada dignas.
Todo esto ocurrió y sucede todavía cuando el clamor de la comunidad de naciones es variar el modelo de crecimiento económico vigente, pues es a costa de la destrucción del ambiente. La Conferencia de Estocolmo en 1972 fue el parteaguas. Dos décadas después, la Cumbre de Río. Y luego el Protocolo de Kioto para frenar el calentamiento global. México no fue ajeno a ese llamado y el sector público dio mayor importancia al ambiente. Pero sigue la depredación de recursos naturales y el cambio climático es una realidad en el campo y las ciudades.
Ahora a los científicos, a los grupos sociales defensores de la biodiversidad, a las comunidades agrarias que denuncian los daños que ocasionan varios megaproyectos y proponen cambios por el bien de todos, los llaman en la cúspide del poder “seudoambientalistas”. La realidad demuestra que tienen razón. Por ejemplo, con el Tren Maya. En reciente comunicado, los “seudoambientalistas” y las organizaciones sociales y agrarias de la Península de Yucatán le informan al presidente López Obrador los daños que ocasionará en varios de sus trazos al más importante acuífero subterráneo del planeta, del que depende la rica biodiversidad que allí existe. Le recalcan su importancia para la agricultura y la vida de miles de personas.
En tanto, se revela el desbarajuste que distinguió la gestión del anterior responsable de dicho proyecto, Rogelio Jiménez Pons, cesado por incompetente. Además, el aumento del costo de las obras y las variaciones de su recorrido por mala planeación; el cese de 85 funcionarios de alto nivel y muchas otras irregularidades. En vez de escuchar los razonamientos de los que saben, descalificaciones. Y el silencio cómplice del nuevo director de Fonatur, así como los titulares de las secretarías de Medio Ambiente y Recursos Naturales y el Desarrollo Agrario, Territorial y Urbano.