Es un mediodía nublado y caluroso. Al coro de cláxones se suma el de los silbatos que en las fábricas señalan cambio de turno. En la contraesquina de una gasolinera se encuentra estacionada una camioneta roja conocida en los alrededores como La Picosita.
El vehículo tiene abierta la cajuela, donde hay peroles con guisados, frascos de salsa, servilletas de papel, platos y vasos desechables. Perla –una mujer bajita, obesa, de cabello muy corto– recibe la paga de un cliente en el momento en que baja de un taxi Alejandrina, su ex compañera de trabajo en una lonchería y ahora socia en la fonda ambulante que circula por la zona industrial.
Perla: –Por lo que me dijiste en el teléfono creí que no ibas a venir. ¿Arreglaste algo?
Alejandrina: –No pude; ni siquiera cuando le enseñé al licenciado los comprobantes de que hemos seguido depositándole los ochocientos pesos. Dijo que faltaba dinero porque desde octubre, cuando llegó la nueva dueña del edificio, nos había informado que la renta iba a ser de dos mil.
Perla: –Qué mal que les haya subido tanto de un trancazo, y más ahorita, cuando todo está carísimo.
Alejandrina: –Se lo dije, pero le valió... La cosa es que los cargadores se pusieron a sacar nuestras cosas. Eso fue como a las siete, poquito después de que te llamé.
Perla: –Y ustedes, ¿qué hicieron?
Alejandrina: –Mi mamá, llorar, como siempre; mi hermano Ciro, pelearse con los vecinos que, al oír el escandalazo, salieron a ver qué sucedía. Y yo, ¿qué hice? Morirme de coraje.
Perla: –¿Y tu hijo Nathaniel?
Alejandrina: –Agarró y se fue muy digno, como si no le importara que todos nuestros muebles estuvieran regados a media calle.
Perla: –¿Y cuánto tiempo vas a dejarlos allí? Se los pueden robar.
Alejandrina: –Ya lo sé. Mi mamá y Lucha, la esposa del taxista, se quedaron cuidándolos. Mi hermano Ciro fue a ver si el ingeniero, con quien estuvo trabajando hace tres años, nos presta una de sus bodegas mientras encontramos aunque sea un cuarto.
Perla: –Si quieres, puedes guardar los trastos y la ropa en mi casa. (Ve a una pareja que se acerca y acude a su encuentro.) Tenemos a la mexicana, tostadas de chorizo, tinga y papas con chorizo. ¿Qué les voy a servir?
II
Alejandrina (deposita los platos sucios en la bolsa de la basura):–Me da mucha vergüenza que nos hayan sacado de la casa. ¿Qué pensarás de mi familia y de mí?
Perla: –Nada. Por mi rumbo a cada rato veo desalojos.
Alejandrina: –Lo bueno es que a ti nunca te ha pasado.
Perla: –Claro que sí; y no una, varias veces. La primera, cuando era muy escuincla. Sentí horrible, porque a eso de las siete de la mañana, un tipo llegó con una orden para que nos saliéramos de la casa. Mi padre llevaba una semana borracho, no quería levantarse y se puso a mentarle la madre a medio mundo. ¡Fue el acabose! Enseguida llegaron dos cargadores para sacar al corredor todas nuestras cosas; también la estufa que mi padre nos había comprado en Navidad. Era una Tappan grande, de cuatro hornillas, preciosa. Recuerdo a mi mamá suplicándo a los macheteros que por favor no fueran a maltratarla porque estaba casi nueva. Como si les hubiera pedido lo contrario, al sacarla de la cocina se les cayó y el vidrio que tenía en la puerta del horno se hizo trizas.
Alejandrina: –Ay, ¡qué horror!
Perla: –En todo el vecindario no había una estufa igual, y por eso mi hermana Clara y yo empezamos a sentirnos muy superiores a nuestras amiguitas. Ellas estrenaban vestidos a cada rato o iban de vacaciones en Semana Santa, pero en su casa no había una estufa de cuatro hornillas; en cambio, en la nuestra sí. (Se escucha el silbato de una fábrica.) –Por estar platicando no me di cuenta de que ya era la una. ¿Quieres regresarte a tu casa para ver cómo está la cosa o me acompañas al tianguis? A estas horas llega bastante gente.
III
Las dos mujeres viajan a bordo de La Picosita. Perla, al volante, pone a funcionar los limpiadores de la camioneta en cuanto caen las primeras gotas de lluvia. Perla: –Ojalá que por tus rumbos no llueva, para que no se mojen tus muebles.
Alejandrina: –Puros palos viejos. Lo que me preocupa es la tele: ojalá que a Lucha y a mi mamá se les haya ocurrido meterla al zaguán, porque si se moja ya no sirve, y todavía no hemos terminado de pagarla.
Perla: –Así estábamos con la Tappan: mi padre sólo había pagado tres abonos cuando los cargadores le rompieron el vidrio.
Alejandrina: –¿Y todavía latienes?
Perla (riendo): –¿La estufa? No, ¿cómo crees?, pero me encantaría, porque para mí era muy importante: cuando mi padre estaba bien, quiero decir que no andaba tomado, nos hacía unas galletas con una pizquita de mermelada de fresa en el centro. Aprendió a hacerlas en la primera panadería donde trabajó.
Alejandrina: –¿Sabes hacerlas?
Perla: –Sí, pero no me salen como a mi papá. Tenían un sabor muy especial. Mientras se horneaban, la casa se iba llenando de un olorcito muy dulce, suave, alegre. Después, era toda una ceremonia ver a mi padre sacarlas del horno y acomodarlas en un plato que dejaba en el centro de la mesa. Clara y yo saltábamos de gusto. Mi madre iba a abrazarlo y le decía: “Ves qué bonito es que estemos contentos. Prométeme que no volverás a beber”. Creo que en aquellos momentos, más allá de lo que se dijeran nuestros padres, lo único que nos importaba a mi hermana y a mí era comer aquellas galletas antes de que se enfriaran, antes de que perdieran su sabor a felicidad.